martes, 29 de diciembre de 2009

Crónicas Marcianas - . Bradbury

Reseña

Crónicas Marcianas es una serie de relatos del escritor estadounidense Ray Bradbury. Los relatos carecen de una linea argumental lineal fija pero la referencia contextual y temporal es la misma en todos ellos.

Narra la llegada a Marte y la colonización del planeta por parte de los humanos, que provoca la caída de la civilización marciana y la extinción de los marcianos.

Publicado en 1950, Crónicas Marcianas (reconocido junto a Fahrenheit 451 como uno de los mejores libros de Bradbury), abunda en descripciones poéticas y melancólicas de Marte y los marcianos, y de la sociedad estadounidense en la época de Bradbury.

Si bien el libro se titula “Crónicas marcianas”, en él se tratan temas perennes de toda la humanidad: la guerra y el impulso autodestructivo del hombre, el racismo, tanto hacia los marcianos (Fuera de temporada) como hacia las otras personas (Un camino a través del aire), y la pequeñez del hombre ante la naturaleza y el universo (Los hombres de la tierra, Vendrán lluvias suaves).

Como influencias en la estructura del libro, Bradbury ha mencionado a Winesburg, Ohio (de Sherwood Anderson) y a The Grapes of Wrath (de John Steinbeck).
(Tomado de wikipedia)


HEMOS TOMADO DE LA OBRA ORIGINAL UNA DE LAS HISTORIAS CORTAS MÁS FAMOSAS DE LA CIENCIA FICCIÓN: Vendrán lluvias suaves (Agosto de 2026)

SINOPSIS
(Publicado originalmente en Collier’s, el 6 de mayo de 1950)

La historia cuenta de un hogar en California, EEUU, después de la guerra nuclear que arrasó con toda la población. A pesar de que toda la familia está muerta, los robots que trabajan en la casa continúan funcionando.

Los lectores pueden conocer mucho acerca de cómo era la familia a través de los robots, que continúan funcionando como si nada hubiese pasado. Una de las imágenes más impresionantes de la historia es cuando Bradbury describe las siluetas de los miembros de la familia, marcadas contra la negra pared carbonizada por la explosión nuclear.


“La fachada del oeste era negra, salvo en cinco sitios. Aquí la silueta pintada de blanco de un hombre que regaba el césped. Allí, como en una fotografía, una mujer agachada recogía unas flores. Un poco más lejos –imágenes grabadas en la madera en un momento titánico-, un niño con las manos levantadas; más arriba, la imagen de una pelota en el aire, y frente al niño, una niña, con las manos en alto, preparada para atrapar una pelota que nunca acabó de caer. Quedaban esas cinco manchas de pintura... El resto era una fina capa de carbón”

El título de la historia proviene de un poema que la casa le lee a sus desaparecidos habitantes, un día por azar.

El poema se llama “There Will Come Soft Rains” y su tema es que la naturaleza permanecerá aun después de que la humanidad desaparezca; pero el tema del cuento es que los hombres han esterilizado la vida en la tierra a través de la radiación, y tal vez para siempre.
Esta es una de las historias cortas más famosas de la Ciencia Ficción.

VENDRÁN LLUVIAS SUAVES

La voz del reloj cantó en la sala: tictac, las siete, hora de levantarse, hora de
levantarse, las siete, como si temiera que nadie se levantase. La casa estaba desierta. El reloj continuó sonando, repitiendo y repitiendo llamadas en el vacío.

- Las siete y nueve, hora del desayuno, ¡las siete y nueve!

En la cocina el horno del desayuno emitió un siseante suspiro, y de su tibio interior brotaron ocho tostadas perfectamente doradas, ocho huevos fritos, dieciséis lonjas de jamón, dos tazas de café y dos vasos de leche fresca.

- Hoy es cuatro de agosto de dos mil veintiséis - dijo una voz desde el techo de la cocina - en la ciudad de Allendale, California. - Repitió tres veces la fecha, como para que nadie la olvidara - Hoy es el cumpleaños del señor Featherstone. Hoy es el aniversario de la boda de Tilita. Hoy puede pagarse la póliza del seguro y también las cuentas de agua, gas y electricidad.

En algún sitio de las paredes, sonó el clic de los relevadores, y las cintas
magnetofónicas se deslizaron bajo ojos eléctricos.

Las ocho y uno, tictac, las ocho y uno, a la escuela, al trabajo, rápido, rápido, ¡las ocho y uno! Pero las puertas no golpearon, las alfombras no recibieron las suaves pisadas de los tacones de goma. Llovía afuera. En la puerta de la calle, la caja del tiempo cantó en voz baja: Lluvia, lluvia, aléjate... zapatones, impermeables, hoy.. Y la lluvia resonó golpeteando la casa vacía.

Afuera, el garaje tocó unas campanillas, levantó la puerta, y descubrió un coche con el motor en marcha. Después de una larga espera, la puerta descendió otra vez.

A las ocho y media los huevos estaban resecos y las tostadas duras como piedras. Un brazo de aluminio los echó en el vertedero, donde un torbellino de agua caliente los arrastró a una garganta de metal que después de digerirlos los llevó al océano distante.

Los platos sucios cayeron en una máquina de lavar y emergieron secos y relucientes.

Las nueve y cuarto, cantó el reloj, la hora de la limpieza.

De las guaridas de los muros, salieron disparados los ratones mecánicos. Las
habitaciones se poblaron de animalitos de limpieza, todos goma y metal.

Tropezaron con las sillas moviendo en círculos los abigotados patines, frotando las alfombras y aspirando delicadamente el polvo oculto. Luego, como invasores misteriosos, volvieron de sopetón a las cuevas. Los rosados ojos eléctricos se apagaron. La casa estaba limpia.

Las diez. El sol asomó por detrás de la lluvia. La casa se alzaba en una ciudad de escombros y cenizas. Era la única que quedaba en pie. De noche, la ciudad en ruinas emitía un resplandor radiactivo que podía verse desde kilómetros a la redonda.

Las diez y cuarto. Los surtidores del jardín giraron en fuentes doradas llenando el aire de la mañana con rocíos de luz. El agua golpeó las ventanas de vidrio y descendió por las paredes carbonizadas del oeste, donde un fuego había quitado la pintura blanca. La fachada del oeste era negra, salvo en cinco sitios.

Aquí la silueta pintada de blanco de un hombre que regaba el césped. Allí, como en una fotografía, una mujer agachada recogía unas flores. Un poco más lejos - las imágenes grabadas en la madera en un instante titánico -, un niño con las manos levantadas; más arriba, la imagen de una pelota en el aire, y frente al niño, una niña, con las manos en alto, preparada para atrapar una pelota que nunca acabó de caer.

Quedaban esas cinco manchas de pintura: el hombre, la mujer, los niños, la pelota. El resto era una fina capa de carbón. La lluvia suave de los surtidores cubrió el jardín con una luz en cascadas.

Hasta este día, qué bien había guardado la casa su propia paz. Con qué cuidado había preguntado. «¿Quién está ahí? ¿Cuál es el santo y seña?", y como los zorros solitarios y los gatos plañideros no le respondieron, había cerrado herméticamente persianas y puertas, con unas precauciones de solterona que bordeaban la paranoia mecánica.

Cualquier sonido la estremecía. Si un gorrión rozaba los vidrios, la persiana
chasqueaba y el pájaro huía, sobresaltado. No, ni siquiera un pájaro podía tocar la casa.

La casa era un altar con diez mil acólitos, grandes, pequeños, serviciales, atentos, en coros. Pero los dioses habían desaparecido y los ritos continuaban insensatos e inútiles.

El mediodía.

Un perro aulló, temblando, en el porche.

La puerta de calle reconoció la voz del perro y se abrió. El perro, en otro tiempo grande y gordo, ahora huesudo y cubierto de llagas, entró y se movió por la casa dejando huellas de lodo. Detrás de él zumbaron unos ratones irritados, irritados por tener que limpiar el lodo, irritados por la molestia.

Pues ni el fragmento de una hoja se escurría por debajo de la puerta sin que los paneles de los muros se abrieran y los ratones de cobre salieran como rayos. El polvo, el pelo o el papel ofensivos, hechos trizas por unas diminutas mandíbulas de acero, desaparecían en las guaridas. De allí unos tubos los llevaban al sótano, y eran arrojados a la boca siseante de un incinerador que aguardaba en un rincón oscuro como un Baal maligno.

El perro escaleras arriba y aulló histéricamente, ante todas las puertas, hasta que al fin comprendió, como ya comprendía la casa, que allí no había más que silencio.

Olfateó el aire y arañó la puerta de la cocina. Detrás de la puerta el horno preparaba unos pancakes que llenaban la casa con un aroma de jarabe de arce.

El perro, tendido ante la puerta, olfateaba con los ojos encendidos y el hocico
espumoso. De pronto, echó a correr locamente en círculos, mordiéndose la cola, y cayó muerto. Durante una hora estuvo tendido en la sala.

Las dos, cantó una voz.

Los regimientos de ratones advirtieron al fin el olor casi imperceptible de la
descomposición, y salieron murmurando suavemente como hojas grises arrastradas por un viento eléctrico.

En el sótano, el incinerador se iluminó de pronto y un remolino de chispas subió por la chimenea.

Las dos y treinta y cinco.

Unas mesas de bridge surgieron de las paredes del patio. Los naipes revolotearon sobre el tapete en una lluvia de figuras. En un banco de roble aparecieron martinis y sándwiches de tomate, lechuga y huevo. Sonó una música.

Pero en las mesas silenciosas nadie tocaba las cartas.

A las cuatro, las mesas se plegaron como grandes mariposas y volvieron a los muros.

Las cuatro y media.

Las paredes del cuarto de los niños resplandecieron de pronto.

Aparecieron animales: jirafas amarillas, leones azules, antílopes rosados, panteras lilas que retozaban en una sustancia de cristal. Las paredes eran de vidrio y mostraban colores y escenas de fantasía. Unas películas ocultas pasaban por unos piñones bien aceitados y animaban las paredes.

El piso del cuarto imitaba un ondulante campo de cereales. Por él corrían escarabajos de aluminio y grillos de hierro, y en el aire caluroso y tranquilo unas mariposas de gasa rosada revoloteaban sobre un punzante aroma de huellas animales. Había un zumbido como de abejas amarillas dentro de fuelles oscuros, y el perezoso ronroneo de un león. Y había un galope de okapis y el murmullo de una fresca lluvia selvática que caía como otros casos, sobre el pasto almidonado por el viento.

De pronto las paredes se disolvieron en llanuras de hierbas abrasadas, kilómetro tras kilómetro, y en un cielo interminable y cálido. Los animales se retiraron a las malezas y los manantiales.

Era la hora de los niños.

Las cinco. La bañera se llenó de agua clara y caliente.

Las seis, las siete, las ocho. Los platos aparecieron y desaparecieron, como
manipulados por un mago, y en la biblioteca se oyó un clic. En la mesita de metal, frente al hogar donde ardía animadamente el fuego, brotó un cigarro humeante, con media pulgada de ceniza blanda y gris.

Las nueve. En las camas se encendieron los ocultos circuitos eléctricos, pues las noches eran frescas aquí.

Las nueve y cinco. Una voz habló desde el techo de la biblioteca.

- Señora McClellan, ¿qué poema le gustaría escuchar esta noche?

La casa estaba en silencio.

- Ya que no indica lo que prefiere - dijo la voz al fin -, elegiré un poema cualquiera.

Una suave música se alzó como fondo de la voz.

- Sara Teasdale. Su autor favorito, me parece...

Vendrán lluvias suaves y olores de la tierra,
y golondrinas que girarán con brillante sonido;
y ranas que cantarán de noche en los estanques
y ciruelos de tembloroso blanco,
y petirrojos que vestirán plumas de fuego
y silbarán en los alambres de las cercas;
y nadie sabrá nada de la guerra,
a nadie le interesará que haya terminado.
A nadie le importará, ni a los pájaros ni a los árboles,
si la humanidad se destruye totalmente;
y la misma primavera, al despertarse al alba
apenas sabrá que hemos desaparecido.

El fuego ardió en el hogar de piedra y el cigarro cayó en el cenicero: un inmóvil
montículo de ceniza. Las sillas vacías se enfrentaban entre las paredes silenciosas, y sonaba la música.

A las diez la casa empezó a morir.
Soplaba el viento. La rama desprendida de un árbol entró por la ventana de la cocina.

La botella de solvente se hizo trizas y se derramó sobre el horno. En un instante las llamas envolvieron el cuarto.

- ¡Fuego! - gritó una voz.

Las luces se encendieron, las bombas vomitaron agua desde los techos. Pero el solvente se extendió sobre el linóleo por debajo de la puerta de la cocina, lamiendo, devorando, mientras las voces repetían a coro:

- ¡Fuego, fuego, fuego!

La casa trató de salvarse. Las puertas se cerraron herméticamente, pero el calor había roto las ventanas y el viento entró y avivó el fuego.

La casa cedió terreno cuando el fuego avanzó con una facilidad llameante de cuarto en cuarto en diez millones de chispas furiosas y subió por la escalera. Las escurridizas ratas de agua chillaban desde las paredes, disparaban agua y corrían a buscar más. Y los surtidores de las paredes lanzaban chorros de lluvia mecánica.

Pero era demasiado tarde. En alguna parte, suspirando, una bomba se encogió y se detuvo. La lluvia dejó de caen La reserva del tanque de agua que durante muchos días tranquilos había llenado bañeras y había limpiado platos estaba agotada.

El fuego crepitó escaleras arriba. En las habitaciones altas se nutrió de Picassos y de Matisses, como de golosinas, asando y consumiendo las carnes aceitosas y encrespando tiernamente los lienzos en negras virutas.

Después el fuego se tendió en las camas, se asomó a las ventanas y cambió el color de las cortinas.

De pronto, refuerzos.

De los escotillones del desván salieron unas ciegas caras de robot y de las bocas de grifo brotó un líquido verde.

El fuego retrocedió como un elefante que ha tropezado con un serpiente muerta. Y fueron veinte serpientes las que se deslizaron por el suelo, matando el fuego con una venenosa, clara y fría espuma verde.

Pero el fuego era inteligente y mandó llamas fuera de la casa, y entrando en el desván llegó hasta las bombas. ¡Una explosión! El cerebro del desván, el director de las bombas, se deshizo sobre las vigas en esquirlas de bronce.

El fuego entró en todos los armarios y palpó las ropas que colgaban allí.

La casa se estremeció, hueso de roble sobre hueso, y el esqueleto desnudo se retorció en las llamas, revelando los alambres, los nervios, como si un cirujano hubiera arrancado la piel para que las venas y los capilares rojos se estremecieran en el aire abrasador.

¡Socorro, socorro! ¡Fuego! ¡Corred, corred! El calor rompió los espejos como hielos invernales, tempranos y quebradizos. Y las voces gimieron: fuego, fuego, corred, corred, como una trágica canción infantil; una docena de voces, altas y bajas, como voces de niños que agonizaban en un bosque, solos, solos. Y las voces fueron apagándose, mientras las envolturas de los alambres estallaban como castañas calientes. Una, dos, tres, cuatro, cinco voces murieron.

En el cuarto de los niños ardió la selva. Los leones azules rugieron, las jirafas moradas escaparon dando saltos. Las panteras corrieron en círculos, cambiando de color, y diez millones de animales huyeron ante el fuego y desaparecieron en un lejano río humeante...

Murieron otras diez voces. Y en el último instante, bajo el alud de fuego, otros coros indiferentes anunciaron la hora, tocaron música, segaron el césped con una segadora automática, o movieron frenéticamente un paraguas, dentro y fuera de la casa, ante la puerta que se cerraba y se abría con violencia.

Ocurrieron mil cosas, como cuando en una relojería todos los relojes dan locamente la hora, uno tras otro, en una escena de maniática confusión, aunque con cierta unidad; cantando y chillando los últimos ratones
de limpieza se lanzaron valientemente fuera de la casa ¡arrastrando las horribles cenizas!

Y en la llameante biblioteca una voz leyó un poema tras otro con una sublime
despreocupación, hasta que se quemaron todos los carretes de película, hasta que todos los alambres se retorcieron y se destruyeron todos los circuitos.

El fuego hizo estallar la casa y la dejó caer, extendiendo unas faldas de chispas y de humo.

En la cocina, un poco antes de la lluvia de fuego y madera, el horno preparó unos desayunos de proporciones psicopáticas: diez docenas de huevos, seis hogazas de tostadas, veinte docenas de lonjas de jamón, que fueron devoradas por el fuego y encendieron otra vez el horno, que siseó histéricamente.

El derrumbe. El altillo se derrumbó sobre la cocina y la sala. La sala cayó al sótano, el sótano al subsótano. La congeladora, el sillón, las cintas grabadoras, los circuitos y las camas se amontonaron muy abajo como un desordenado túmulo de huesos.

Humo y silencio. Una gran cantidad de humo.

La aurora asomó débilmente por el este. Entre las ruinas se levantaba sólo una pared.

Dentro de la pared una última voz repetía y repetía, una y otra vez, mientras el sol se elevaba sobre el montón de escombros humeantes:

- Hoy es cinco de agosto de dos mil veintiséis hoy es cinco de agosto de dos mil veintiseis, hoy es...


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SINOPSIS DE TODOS LOS CUENTOS

Las historias del libro están ordenadas en orden cronológico, teniendo lugar la primera en enero de 1999.

El verano del cohete (Enero de 1999)

Esta primera historia sirve simplemente como una introducción, donde se relata el lanzamiento de la primera expedición, y de cómo el invierno de Ohio (marco referencial) se convierte en verano por un momento debido al extremo calor producido por el despegue del cohete.

Ylla (Febrero de 1999)

Publicada originalmente en Maclean's, el 1 de enero de 1950 bajo el título “I'll Not Look for Wine”.
El siguiente capítulo ocurre en Marte. En él, Ylla, una marciana atrapada en un matrimonio sin romanticismo, sueña con la llegada de unos astronautas a los cuales les habla a través de poderes telepáticos. Si bien su esposo pretende negar la realidad de esos sueños, se vuelve bastante celoso, pensando que su esposa tiene sentimientos románticos hacia uno de los astronautas. Finalmente, mata a los dos hombres de la expedición apenas arriban al planeta Marte.

Noche de verano (Agosto de 1999)

Esta pequeña historia cuenta como los marcianos a lo largo de todo Marte, empiezan a cantar canciones norteamericanas que no solo desconocían previamente, sino que están en un idioma desconocido para ellos (inglés), al igual que Ylla. Los marcianos empiezan a recoger pensamientos perdidos de los humanos a bordo de la nave de la Segunda Expedición, que se está acercando al planeta.

En esta historia se cita la primer estrofa de un conocido poema de Lord Byron:

She walks in beauty, like the night
Of cloudless climes and starry skies
And all that´s best of dark and bright
Meet in her aspect and her eyes
Avanza envuelta en belleza como la noche
de regiones sin nubes y cielos estrellados;
y todo lo mejor de lo oscuro y lo brillante
se une en su rostro y sus ojos...

Los hombres de la tierra (Agosto de 1999)

Este relato narra la “Segunda Expedición” a Marte. Cuando los astronautas llegan, encuentran que los marcianos se muestran fríamente desinteresados por el hecho de que personas de otro planeta lleguen a su mundo. La única excepción a esto es un grupo de marcianos en un edificio, que los recibe con un desfile y grandes exclamaciones y felicitaciones.

Los tripulantes de la expedición se muestran muy contentos de ser, finalmente, recibidos con los halagos que se merecen. Sin embargo, rápidamente se dan cuenta de que varios marcianos en la estancia alegan ser también de la tierra, y de otros mundos del sistema solar.


El capitán (Williams) lentamente empieza a pensar que la capacidad telepática de los marcianos hacen que le comuniquen su demencia a los otros y vean así alucinaciones increíbles como una marciana convirtiéndose en una columna de cristal, una estatua dorada y una vara de cedro; también que algunos marcianos escupen llamas azuladas por la boca y que los miembros de la tripulación han ido a parar a un manicomio.

Los marcianos que encuentran piensan que la única persona real es el capitán, y que los demás son alucinaciones proyectadas por él. Debido a que las “alucinaciones” son tan detalladas y a que el capitán se niega a admitir que él no es de la tierra, Mr. Xxx, su psiquiatra, lo declara incurable y lo mata.

Cuando la tripulación “imaginaria” no desaparece, Mr. Xxx los asesina también.


Finalmente, como el cohete “imaginario” no desaparece, Mr. Xxx considera que el también está loco y se suicida. El cohete de la segunda expedición es vendido como chatarra.


Un punto curioso del relato son los nombres de los marcianos, tales como “Aaa”, “Iii”, “Xxx”, “Ttt” o “Www”.

El contribuyente (Marzo del 2000)

Un hombre insiste en que tiene derecho a estar en el próximo cohete a Marte, debido a que paga sus impuestos y es un buen ciudadano. Dice que va a haber una guerra nuclear pronto en la tierra y que nadie querría estar para cuando eso suceda. Finalmente, luego de la burla de los hombres uniformados que cuidaban la nave,la policía se lo lleva y ve como el cohete parte, dejándolo en la tierra.

La tercera expedición (Abril del 2000)

Según Borges, en el prólogo, La Tercera Expedición es la historia “más alarmante de este volumen”. La tercera expedición es, definitivamente, uno de los mejores relatos del libro.

La historia trata de la llegada y desaparición de la tercera expedición de hombres en Marte. En este relato los marcianos ya están preparados para los terrestres, y los esperan con un típico pueblo norteamericano de la década del ’20 habitado por sus seres queridos (padres, abuelos, hermanos) muertos.

Los astronautas aceptan esta maravilla y se separan para visitar a los familiares que no ven desde hace años (“Un hombre no hace muchas preguntas cuando su madre vuelve de pronto a la vida” dice el libro). Sin embargo, el capitán (John Black) se da cuenta de que los marcianos han usado sus memoria y deseos para reconstruir un típico pueblito de su infancia y que en realidad los que están con ellos no son sus seres amados sino marcianos con su apariencia. Finalmente, todos los hombres de la expedición son asesinados a la noche. A la mañana siguiente dieciséis ataúdes son enterrados entre los llantos de las personas del pueblo.


Entre los 17 tripulantes de los cuales uno de ellos murió en el viaje a marte, uno de los primero que encuentra a su familia es el navegante Lustig y otro tripulante destacado es el arqueólogo Samuel Hinkston.

Aunque siga brillando la luna (Junio de 2001)

Aunque siga brillando la luna es uno de los relatos más crueles del libro. Bradbury pone en palabras de Spender, protagonista de la historia, una visión completamente pesimista acerca de la humanidad.

El cuento trata diversos temas, desde religión hasta arte, en los cuales Spender demuestra cómo el ser humano se destruye a si mismo por haber errado el camino, por no haber sabido detenerse a tiempo en su busqueda de lo racional.

Este capítulo abre con los miembros de la Cuarta Expedición juntando leña para pasar la fría noche marciana. Todos abrigaban la esperanza de ser ¨ellos¨ los primeros hombres en Marte, luego del fracaso de las tres misiones anteriores. Los científicos del grupo descubren que los marcianos han muerto de varicela (traída por las primeras expediciones). Spender,uno de los tripulantes, sale a dar un paseo por Marte y vuelve al largo tiempo con ideales en contra de los humanos.


Lo más curioso de este relato, es que critica directamente a la sociedad, principalmente a la norteamericana, diciendo que, certeramente, arruinarían el planeta Rojo como lo han hecho con la Tierra. En la contratapa dice: una humanidad que[...] sueña con reproducir en el planeta Rojo una sociedad de perritos calientes.

Los Colonizadores (Agosto de 2001)

Cuando vuelve, después de más de una semana, Spender regresa portando un arma marciana y le dispara, asesinando a varios de sus compañeros, diciendo que él es el último marciano. El Capitán Wilder se le acerca bajo bandera blanca y tiene una pequeña charla con él, durante la cual el arqueólogo le explica que si se las arregla para matar a toda la expedición tal vez logre retrasar la colonización del planeta por un par de años más y luego iría matando a todas las expediciones posteriores, hasta que al fin los humanos se olviden o abandonen el proyecto o estalle una guerra nuclear en el mundo que proteja a Marte de la Tierra para siempre.

Si bien el capitán apoya un tanto la postura de Spender contra la colonización de Marte, se opone a sus métodos. Luego de tener una charla en la cual el arqueólogo le habla de la civilización marciana, el capitán se va advirtiéndole que no puede dejarlo asesinar más gente y que dentro de una hora volverá con los demás hombres.

Finalmente cuando vuelve, Wilder no está muy convencido de asesinar a Spender y retrasa el ataque para darle la oportunidad de escaparse, sin embargo al ver que Spender no se fuga, finalmente le termina disparando. Luego de asesinar a Spender, el capitán le rompe los dientes de un puñetazo a uno de sus hombres cuando lo descubre destrozando irrespetuosamente algunas ruinas marcianas.


Muchos de los personajes de la Cuarta Expedición –como Parkhill, el Capitán Wilder y Hathaway- reaparecen en capítulos posteriores. Ésta es también la primera historia en tratar uno de los temas centrales de las Crónicas Marcianas. También sirve como una analogía entre la conquista del Oeste en los EEUU y la colonización de Marte. De hecho, uno de los miembros de la expedición tiene ascendencia aborigen. Como Spender, el mensaje de Bradbury es que algunas colonizaciones son buenas y otras malas. Desde este punto de vista, recrear la tierra eliminando la cultura marciana es lo incorrecto; mientras que intentar un acercamiento, respetando la caída civilización marciana es lo bueno.

Según la edición previamente mencionada, esta historia corta narra la llegada de los primeros colonizadores a Marte, los solitarios, los que llegan a Marte con la intención de “comenzar de nuevo” en otro planeta.

La mañana verde (Diciembre de 2001)

Los siguientes capítulos van contando la transformación de Marte en otra Tierra. Pueblos similares a los de la tierra van apareciendo alrededor de todo Marte.

En “La mañana verde” un hombre, Benjamin Driscoll, se ve obligado a volver a la tierra debido a problemas de salud relacionados con el enrarecido aire marciano. Él se niega y decide tomar la tarea de plantar miles de árboles en las azules llanuras marcianas para hacer incrementar los niveles de oxígeno. Debido a alguna extraña propiedad del suelo marciano y una lluvia que se la describe como un elixir mágico, las semillas que planta se transforman en un bosque de miles de inmensos árboles en una sola noche.

Las langostas (Febrero de 2002)

Esta corta historia de dos párrafos muestra la llegada de miles de personas a Marte y el surgimiento de pueblos iguales a los de la tierra. El título hace referencia a los cohetes y colonizadores que rápidamente se esparcen por toda la superficie de Marte.

“Los cohetes vinieron como langostas y se posaron como enjambres envueltos en rosadas flores de humo. Y de los cohetes salieron deprisa los hombres armados de martillos, con las bocas orladas de clavos como animales feroces de dientes de acero, y dispuestos a dar a aquel mundo extraño una forma similar [...] En seis meses surgieron doce pueblos en el planeta [...] En total, unas noventa mil personas llegaron a Marte y otras mas preparaban su partida...”

En resumen, este capítulo muestra como las profecías de Spender en “Aunque siga brillando la luna” se van lentamente realizando.

En esta cronica se destaca el punto de vista marciano hacia los hombres que llegan de la Tierra, la comparación con langostas por su actitud destructiva y colonizadora, también la poca importancia por la cultura y forma de vida marciana al destruir a su paso y construir un mundo semejante a la Tierra.

Encuentro nocturno (Agosto de 2002)

Esta historia comienza con una conversación entre un anciano y un joven viajante, Tomas Gomez. El viejo le cuenta que vino a Marte debido a que le gusta lo nuevo y lo extraño. Hasta las cosas de todos los días se han vuelto nuevas y maravillosas en Marte, donde según el anciano todo es “tan diferente”. Dice que se siente un niño de nuevo. Finalmente se despiden y Tomas Gomez continua su viaje por una carretera marciana de 16 Siglos.

A medida que se va adentrando en las colinas solitarias tiene una sensación de que “casi se podía tocar el tiempo”, casi se lo podía oler, sentir. Se va adentrando “en las colinas del tiempo” según el libro. Finalmente, se baja del automóvil y se sienta a descansar en una loma.

Entonces, se encuentra con un marciano que va en camino a una fiesta. El marciano aprende inglés con sólo rozar la cabeza del viajero. Cuando Tomas le ofrece una taza de café, éste atraviesa la mano del marciano, como si fuera un espectro. Sin embargo, el marciano también ve como un espectro a Gomez. Ambos se convencen a sí mismos de que están vivos y que el otro es un espectro. Aparte, cada uno ve el Marte al cual están acostumbrados: donde Tomas ve un montón de ruinas, el marciano ve una próspera ciudad.

El marciano no ve las ciudades humanas y el viajero no ve las ciudades marcianas. Ninguno de los dos sabe si el otro procede de otro tiempo, pero Bradbury apunta a que en última instancia cualquier civilización tiene una vida fugaz. Finalmente, ambos se separan y siguen sus caminos creyendo que el encuentro con el otro sólo fue una ilusión.


El encuentro de Tomas con el marciano se debe a la forma en la que se describe al tiempo, diferente al de la Tierra. Lo que permite que ambos estén en un mismo lugar y espácio pero no en un mismo tiempo.

Esta es la única historia larga de Crónicas Marcianas que no apareció previamente en otra publicación.

La costa (Octubre de 2002)

Esta corta historia empieza comparando a Marte con una costa y a las personas con olas. Cuenta brevemente quiénes fueron los primeros colonizadores: hombres acostumbrados a los espacios, el frío y la soledad, “parias” de la sociedad.

También relata que la “segunda ola” de hombres seguía siendo de estadounidenses que escapaban del hacinamiento de las grandes ciudades, mientras que las demás regiones del mundo contemplaban los cohetes norteamericanos despegar.

“The Fire Ballons” (Noviembre de 2002)

Esta historia aparece únicamente en The Silver Locusts, la edición británica de Crónicas Marcianas. También se la puede encontrar en El hombre ilustrado.

Una expedición de sacerdotes misioneros provenientes de Estados Unidos anticipa que en Marte habrá pecados todavía desconocidos. Sin embargo, al llegar se encuentran con criaturas etéreas que resplandecen con llamas azules en esferas de cristal y que han dejado atrás el mundo material y así escapado del pecado.

Intermedio (Febrero de 2003)

Esta historia relata los avances en las construcciones de los humanos en Marte. En él los humanos crean una ciudad totalmente igual a la que en la tierra era lowa, en este relato se puede apreciar también que todos los instrumentos y madera para reconstruir la ciudad en Marte fueron traídos desde la tierra.

Los músicos (Abril de 2003)

Los colonos de la Tierra intentan deliberadamente destruir todo resto de las ciudades marcianas. En esta historia corta, Bradbury muestra como un grupo de niños se mete a jugar entre los ya destruidos hogares de una ciudad marciana muerta. Allí encuentran y juegan con los cadáveres y calaveras de seres que habían sido marcianos.

Sin embargo, lo hacen rápidamente debido a que los “bomberos” llegarían pronto a quemar los restos de esas ciudades marcianas destruidas. El texto compara a los niños con “músicos” que hacen música con xilófonos de costillas y huesos.


El texto, aparte de mostrar el gusto de Bradbury por las imágenes costumbristas norteamericanas de su época, describe tácitamente a “los bomberos”, término que curiosamente no está aplicado a las personas que apagan incendios, sino a las que los provocan.

Esto alude a historias posteriores de Bradbury, que tratan desde un punto de vista moral la quema de literatura y el arte, como en Farenheit 451, y otros temores de Bradbury con respecto al mundo moderno, que se reflejan en historias como El asesino (incluido en el libro Las doradas manzanas del sol).


El desierto (Junio de 2003)

La historia comienza con dos amigas, Janice y Leonora, preparándose para su partida hacia Marte.

Janice tiene a su prometido Will en Marte, pero no está muy convencida de ir y mientras están armando los bolsos para partir al día siguiente empieza a temerle a la inmensidad y al vacío del espacio, a las increíbles distancias y a los peligros que hay entre la Tierra y Marte. Leonora trata de reconfortarla y finalmente deciden ir a dar un último paseo antes de ir a dormir.


Ambas paran en una cafetería y Janice le muestra la foto de la casa que Will construyó para ella en Marte, que es una réplica exacta de la casa de Janice en la Tierra. Luego van a comprar unas últimas cosas y alquilan un par de chaquetas, que eran unas “máquinas que vencían la gravedad e imitaban el vuelo de las mariposas” y les permiten volar por sobre la ciudad y observarla en toda su belleza.

Cuando vuelven a la casa de Janice, ésta recibe una llamada de Will desde Marte. La joven debe hablarle a través de millones de km. de distancia y le dice que se decidió: va a ir a Marte con él. Sin embargo, cuando Will le envía la respuesta, ésta se pierde en el espacio y solo le llega una palabra a la joven: Amor, que resulta suficiente para terminar de convencer a la joven enamorada de partir.


Un camino a través del aire (Junio de 2003)

Los afroamericanos planean emigrar a Marte, buscando una vida mejor en el planeta rojo. Samuel Teece es un caucásico viejo y cascarrabias, que intenta de cualquier manera detenerlos (haciendo como si en realidad no le importara).

Belter, un muchacho de color que planea irse lo retiene obligándolo a pagarle una deuda de 50 dólares. Al ver que el joven no tiene para pagarle se muestra satisfecho, pero otras personas de color colaboran entre todos para ayudarle a pagar la deuda y así el muchacho puede irse. Esto enfurece aún más a Teece, que intenta asustar a los negros gritando y vociferando que los cohetes estallarían en el medio del espacio.


Luego, ve venir a Silly, el muchacho que trabaja para él, e impedir su viaje obligándolo a cumplir un contrato que el muchacho había firmado. Sin embargo el joven con lágrimas en los ojos, le dice que si no se va en ese momento no se irá jamás.

Entonces, otro blanco se ofrece a hacer el trabajo de Silly, el cual finalmente se puede ir. Teece acepta a regañadientes, pero quiere obligar al muchacho a quemar sus pertenencias antes de irse, lo cual Silly no hace. Antes de partir, Silly se enfrenta a Teece y le pregunta qué va a hacer ahora por las noches, ya que los negros se van, clara alusión a la pertenencia de su ex patrón al Klu Klux Klan, que en los años 50 aún tenía mucho peso en la sociedad sureña estadounidense.

Finalmente, Silly se va pero Teece lo persigue infructuosamente con un arma. A pesar de la humillación sufrida, Teece aún se regodea pensando que Silly, hasta el último momento, lo llamó "señor". Este cuento muestra el desprecio de Bradbury por el racismo.


La elección de los nombres (2004-2005)

Esta historia corta es sobre las ya posteriores olas de inmigrantes a Marte, y como la geografía marciana es ahora llamada con nombres de la tierra (Pueblo Hierro, Aldea Eléctrica, Villa Cereal, Detroit II, etc.) y de los miembros de las cuatro primeras expediciones (Ej. Colina Spender, ciudad Wilder, ensenada Hinkston; en vez de sus nombres originales, “nombres de agua, de aire y de colinas”.

Con esta historia se va terminando de contar la transformación de Marte en una especie de nueva Tierra, la cual se empieza a narrar desde La mañana verde (o desde Los colonizadores, dependiendo la edición)

Usher II (Abril de 2005)

Usher II habla del temor de Bradbury y otros escritores a la censura.

Un experto en literatura llamado William Stendahl se retira a Marte, donde construye una mansión inspirada en la “casa Usher”, del famoso cuento de Edgar Allan Poe, siguiendo al pie de la letra la descripción que hace Poe de esa mansión “desolada y terrible”, en un paraje desnudo y muerto, sobre un laguna “negra y siniestra”, y hasta con murciélagos mecánicos y vampiros artificiales.

Cuando los inspectores de Climas Morales van a visitar su casa, le dicen que tendrán que derrumbarla y quemarla, ya que están prohibidas todas las cosas que hagan referencia a fantasmas, hadas y seres imaginarios. Finalmente Stendahl decide matar al inspector y a todos los que posteriormente llegan.


Finalmente, cuando mata a todos sus perseguidores hunde la casa en el lago, como en el cuento de Poe “La caída de la casa Usher”.

En este cuento se vuelve a ver otro tema que aparecería posteriormente en la novela de Bradbury Farenheit 451: la quema de libros y la prohibición de la literatura

Los viejos (Agosto de 2005)

Esta historia corta muestra como siguen llegando cada vez más emigrantes a Marte, en este caso se trata de los ancianos..

El Marciano (Septiembre de 2005)

La Farge y Anna son una pareja de ancianos que se mudaron a Marte buscando empezar una nueva vida, pero siguen extrañando a su hijo muerto, Tom.

Entonces encuentran a un marciano con una habilidad empática que le permite cambiar de forma: para La Farge y su esposa es su hijo muerto, pero otra familia lo ve como su hija perdida. “No soy nadie; soy solamente yo mismo. Dondequiera que esté soy algo...”

El marciano y La Farge viajan al pueblo juntos, donde la habilidad del marciano hace que se tenga que transformar al mismo tiempo en todos los seres perdidos y añorados de la gente del pueblo, una prueba excesiva para el marciano, que se derrumba en el suelo y muere.

La tienda de equipajes (Noviembre de 2005)

La historia de Marte y sus habitantes continúa con la conversación entre un sacerdote y el dueño de una tienda de equipajes. La guerra nuclear está por comenzar en la Tierra.

El padre se muestra escéptico cuando el comerciante le dice que creía que cuando estallase la guerra en la Tierra, todos los que habían emigrado a Marte volverían. Que aunque la mayoría había huido escapando de la guerra, la Tierra seguía siendo su hogar natal, donde estaban sus familiares y sus pueblos.


La tienda de equipajes se relaciona con Los observadores, debido a que en esta cronica se habla de lo que puede suceder si comienza una guerra en la tierra (Nuclear) y en Los observadores termina sucediendo la predicción del dueño de la tienda, casi todas las personas vuelven a la Tierra y se lo aclara de forma indirecta al mencionar que "Al amanecer, las maletas habían desaparecido de los estantes" en el final.

Fuera de temporada (Noviembre de 2005)

En otro lugar nos encontramos de nuevo con Parkhill quien ha abierto un puesto de salchichas en el medio de una carretera, con la esperanza de que cuando lleguen los diez mil cohetes que se espera que arriben a Marte en un mes, el tendrá el único y mejor ubicado puesto de salchichas.

Sin embargo, una noche se encuentra con uno de los pocos marcianos que quedan, éste busca hablarle, pero Parkhill se asusta y lo mata. Un rato después, ve aparecer numerosos marcianos en barcos de arena. Parkhill toma a su esposa y huye.

Sin embargo, los marcianos lo atrapan y le dan un mensaje: ahora es el dueño de la mitad de Marte, y debe prepararse, pues esa noche es La Gran Noche. Los marcianos se van y Parkhill espera que esa noche lleguen miles de cohetes con hambrientos clientes y se prepara para recibirlos. Sin embargo, mientras está mirando la Tierra, ve como ésta parece arder de repente, y una parte estalla en miles de pedazos. Finalmente la guerra nuclear ha comenzado en la Tierra.


Los observadores (Noviembre de 2005)

Los colonos de Marte son testigos de la guerra nuclear que ha comenzado en la tierra. Al ver lo que está pasando, regresan inmediatamente a la Tierra, para estar con sus familiares y amigos.

Los pueblos silenciosos (Diciembre de 2005)

Casi todos han dejado Marte para regresar a la Tierra, pero Walter Gripp se quedó viviendo en un pueblo marciano, ahora totalmente abandonado. Tiene toda la ciudad a su disposición, pero está solo y trata de encontrar a otras personas.

Finalmente, por casualidad, contacta a otra persona por el teléfono, una mujer llamada Genevieve Selsor. Inmediata agarra el auto y se apresura a ir al pueblo donde ella está, imaginándosela bella y hermosa. Pero cuando la encuentra, se desilusiona al verla fea, insípida y molesta.

Finalmente se sube de nuevo al auto y escapa a toda velocidad cuando ella decide que deberían casarse. Gripp termina pasando su vida cómodo y solo en un pueblo, y si por casualidad alguna vez suena el teléfono, por las dudas no atiende.


Los largos años (Abril de 2026)

La guerra en la Tierra lleva más de 20 años y Marte es una tumba. Hathaway está viviendo solo en el planeta rojo: su familia ha muerto y él los ha remplazado por robots.

El Capitán Wilder regresa a Marte para ofrecerle volver a la Tierra, pero Hathaway muere antes de partir. Finalmente el grupo decide irse, pero resuelve no dejar a los robots “vivos”.

Una persona de la expedición regresa a la casa de Hathaway con una pistola, pero rápidamente vuelve con el rostro transpirado, ya que se ve incapaz de matar a la familia de robots, aun sabiendo que no eran “humanos”.


Vendrán lluvias suaves (Agosto de 2026)

La historia cuenta de un hogar en California, EEUU, después de la guerra nuclear que arrasó con toda la población. A pesar de que toda la familia está muerta, los robots que trabajan en la casa continúan funcionando.

Los lectores pueden conocer mucho acerca de cómo era la familia a través de los robots, que continúan funcionando como si nada hubiese pasado. Una de las imágenes más impresionantes de la historia es cuando Bradbury describe las siluetas de los miembros de la familia, marcadas contra la negra pared carbonizada por la explosión nuclear.


“La fachada del oeste era negra, salvo en cinco sitios. Aquí la silueta pintada de blanco de un hombre que regaba el césped. Allí, como en una fotografía, una mujer agachada recogía unas flores. Un poco más lejos –imágenes grabadas en la madera en un momento titánico-, un niño con las manos levantadas; más arriba, la imagen de una pelota en el aire, y frente al niño, una niña, con las manos en alto, preparada para atrapar una pelota que nunca acabó de caer. Quedaban esas cinco manchas de pintura... El resto era una fina capa de carbón”

El título de la historia proviene de un poema que la casa le lee a sus desaparecidos habitantes, un día por azar. El poema se llama “There Will Come Soft Rains” y su tema es que la naturaleza permanecerá aun después de que la humanidad desaparezca; pero el tema del cuento es que los hombres han esterilizado la vida en la tierra a través de la radiación, y tal vez para siempre.
Esta es una de las historias cortas más famosas de la Ciencia Ficción.

El picnic de un millón de años (Octubre de 2026)

Una familia va en un viaje de pesca a Marte; escapando de la Tierra, desgarrada por la guerra. El papá de Timmy dice “Estoy buscando lógica terrestre, sentido común, gobierno honesto, paz y responsabilidad... No las he encontrado. Ya no existen allá [por la Tierra]. Y ya nunca volverán a existir. Quizá nunca existieron.”. El papá de Timmy le promete a su familia que pronto los llevará a ver a los marcianos. Luego les dice a sus chicos que escojan cada uno una ciudad y se las regala. Les dice que todo eso era suyo. Cuando se hace de noche, hace una pequeña fogata donde quema todo lo que recuerde a las leyes y a la burocracia de la tierra.

Según dice: “Estoy quemando una manera de vivir, esa misma manera de vivir que ahora se quema en la Tierra.[...] La vida en la tierra nunca fue nada bueno. La ciencia progresó rápidamente y nos dejó atrás, y la gente se extravió en una maraña mecánica, dedicándose como niños a cosas bonitas [...] dando importancia a lo que no tenía importancia. Las guerras crecieron y crecieron y finalmente acabaron con la tierra [...]. La Tierra ya no existe. Aquella manera de vivir fracasó y se estranguló con sus propias manos”.

Luego les muestra a los marcianos: los lleva a un canal donde les muestra sus propios reflejos haciendo referencia a que ahora ellos eran marcianos al vivir en Marte.

viernes, 25 de diciembre de 2009

La Vida Secreta de Walter Mitty - Por James Thurber

Breve sinopsis Walter Mitty pasa de ser un hombre retirado, condenado a comprar los recados de una mujer gruñona mientras ésta se arregla en la peluquería, a ser un superhéroe dotado de una energía, inteligencia y bravura que despierta la admiración de todos los que le rodean.

¿Cómo?

Gracias a una imaginación que le transporta hacia las situaciones más delicadas en las que debe enfrentarse con huracanes, asesinos y millonarios enfermos de vida o muerte, en los escasos momentos que su mujer cierra el pico.

DICE ASI:

- ¡Estamos pasando!

La voz del comandante se oía como cuando se quiebra una capa delgada de hielo. Llevaba el uniforme de gala, con la gorra blanca cubierta de bordados de oro, inclinada con cierta malicia sobre uno de sus fríos ojos grises.

- No lo lograremos, señor. Según mi opinión está por desencadenarse un huracán.

- No le estoy pidiendo su opinión, teniente Berg ‑dijo el comandante. ¡Ponga en marcha el generador de luz a 8500 revoluciones! ¡Vamos a pasar!

El golpeteo de los cilindros aumentó:

poquetá poquetá poquetá poquetá poquetá.

El comandante observó la formación del hielo sobre la ventanilla del piloto. Dio unos pasos y manipuló una hilera de complicados cuadrantes.

- ¡Conéctese el motor auxiliar número 8!, gritó.

- ¡Conéctese el motor auxiliar número 8!, repitió el teniente Berg.

- ¡Dotación completa en la torrecilla número 3!, gritó el comandante.

- ¡Dotación completa en la torrecilla número 3!

Los tripulantes atareados en el desempeño de sus respectivos trabajos, dentro del gigantesco hidroplano de ocho motores de la Armada, con sonrisa aprobatoria se decían entre sí: ¡El viejo nos hará pasar! ¡Ese viejo no le tiene miedo ni al diablo!

- ¡No tan aprisa! ¡Estás manejando demasiado aprisa! ‑ dijo la señora Mitty ‑. ¿Por qué vamos tan aprisa?

- ¿Qué?, dijo Walter Mitty.

Con un extraño asombro miró a su mujer que estaba sentada al lado de él. Le hizo el efecto de ser una mujer desconocida que le hubiera gritado en medio de una multitud.

- Íbamos a cien kilómetros –dijo-. ­Sabes bien que no me gusta correr a más de sesenta. Sí, ¡llegaste a cien!

Walter Mitty siguió conduciendo el coche hacia Waterbury, en silencio, alejándose el rugido del SN202 a través de la peor tormenta que había experimentado durante sus veinte años de vuelos al servicio de la Armada en las íntimas y remotas rutas aéreas de su imaginación.

- Te encuentras de nuevo sufriendo una tensión ‑dijo la señora Mitty Es uno de tus días. Quisiera que el doctor Renshaw te hiciera un examen.

Walter Mitty detuvo el coche frente al edificio adonde su esposa iba para que le arreglaran el peinado.

- No te olvides de comprar los zapatos de goma, mientras me peinan, dijo ella.

- No necesito zapatos de goma, dijo Mitty.

Ella colocó el espejito de nuevo en su bolsa de mano.

- Ya hemos discutido eso ‑dijo apeándose del coche. Ya no eres joven.

Él aceleró el motor unos instantes.

- ¿Por qué no llevas puestos los guantes? ¿Acaso los perdiste?

Walter Mitty se llevó la mano a un bolsillo y sacó de él los guantes. Se Ios puso, pero tan pronto como ella volvió la espalda y entró al edificio, y después de llegar a una luz roja, se los quitó.

- ¡Dése prisa!, le gritó un policía cuando cambió la luz, y entonces Mitty se puso de nuevo los guantes y reanudó la marcha.

Anduvo recorriendo calles sin rumbo fijo, y luego se encaminó hacia el parque, cruzando de paso frente al hospital.

-... es el banquero millonario, WeIlington McMillan, dijo la linda enfermera.

- ¿Sí?, preguntó Mitty, mientras se quitaba lentamente los guantes. ¿A cargo de quién está el caso?

- Del doctor Renshaw y del doctor Bendow, pero hay también dos especialistas aquí, el doctor Remington de Nueva York, y el doctor Pritchard‑Mitford de Londres, que hizo el viaje en avión.

Se abrió una puerta que daba acceso a un corredor largo y frío, en el que apareció el doctor Renshaw. Parecía aturdido y trasnochado.

- ¡Hola, Mitty! ‑le dijo. Estamos pasando las de Caín con McMillan, el banquero millonario que es un íntimo amigo de Roosevelt. Obstreosis del área conductiva. Una operación terciaria. Ojala que usted quisiera verlo.

- Con mucho gusto, dijo Mitty.

En la sala de operaciones se hicieron las presentaciones en voz baja:

- El doctor Remington, el doctor Mitty. El doctor Pritchard‑Mitford, el doctor Walter Mitty.

- He leído su libro sobre estreptotricosis ‑dijo Pitchard‑Mitford, estrechándole la mano. Un trabajo magnífico.

- Gracias, dijo Walter Mitty. No sabía que estuviere usted aquí, Mitty ‑murmuró Remington. Llevar bonetes a Roma; eso fue lo que hicieron al traernos a Mitford y a mí para esta operación terciaria

- Es usted muy bondadoso, dijo Mitty.

En aquel momento, una máquina enorme y complicada conectada con la mesa de operaciones, con muchos tubos y alambres, comenzó a hacer un ruido: poquetá‑poquetá‑poquetá.

- ¡El nuevo anestesiador está fallando! ‑exclamó un interno del hospital. ¡No hay aquí quién sepa componer este aparato!

- ¡Calma, hombre!, dijo Mitty, en voz baja y serena, y en un momento se colocó frente a la máquina, que seguía haciendo en forma irregular poquetá‑poquetá‑cuip.

Comenzó a mover con suavidad una serie de llaves brillantes.

- ¡Denme una estilográfica!, dijo secamente.

Alguien le entregó una pluma estilográfica. Sacó entonces un émbolo defectuoso, y en su lugar insertó la pluma.

- Esto resistirá unos diez minutos ‑dijo. Prosigan la operación.

Una enfermera se acercó y dijo algo al oído de Renshaw, y Mitty pudo ver que el hombre palidecía.

- Ha aparecido la coreapsis ‑dijo Renshaw, muy nervioso. ¿Quisiera usted intervenir, Mitty?

Mitty se les quedó mirando a él y al atemorizado Bendow, y fijó luego la vista en los rostros austeros y llenos de incertidumbre de los dos grandes especialistas.

- Si ustedes lo desean, dijo.

Le pusieron una túnica blanca y él mismo se ajustó una máscara y se puso los guantes de cirugía que le presentaban las enfermeras.

¡Atrás, Mac, atrás! ‑ dijo el encargado del parque ¡Cuidado con ese Buick!

Walter Mitty aplicó los frenos.

- No, por ahí, continuó el encargado.

Mitty murmuró algo ininteligible.

- Déjelo donde está. Yo lo colocaré debidamente, dijo el parqueador.

Mitty se apeó del coche.

- ¡Pero déjeme la llave!

- Sí, si, dijo Mitty y entregó la llave del motor.

El parqueador saltó al coche, lo hizo retroceder con insolente habilidad y lo colocó luego en el lugar debido.

- Son gente demasiado orgullosa, pensó Walter Mitty mientras caminaba por la calle Main; creen que lo saben todo.

Una vez, a la salida de New Milford, había tratado de quitar las cadenas antideslizantes de las ruedas y las enredó en los ejes. Hubo necesidad de llamar a una grúa para que el mecánico desenredara las cadenas.

Desde entonces, cuando se trataba de quitar las cadenas la señora Mitty le obligaba a llevar el coche a un taller para que efectuaran esa sencillísima operación.

- La próxima vez, pensó Mitty, me pondré un brazo en cabestrillo y entonces no se reirán de mí, pues verán así que me era imposible quitar yo mismo las cadenas.

Pisó con disgusto la nieve fangosa en la acera.

- Zapatos de goma, se dijo, y se puso a buscar una zapatería.


Cuando salió de nuevo a la calle ya con los zapatos de goma dentro de una caja que llevaba debajo del brazo, Walter Mitty comenzó a preguntarse qué otra cosa le había encargado su mujer.

Le había dicho algo dos veces, antes de que salieran de su casa rumbo a Waterbury. En cierto modo, odiaba esas visitas semanales a la ciudad; siempre le salía algo mal.

- ¿Kleenex, pasta dentífrica, hojas de afeitar?, pensó. No. ¿Cepillo de dientes, bicarbonato, carborundo?

Se dio por vencido. Pero ella seguramente se acordaría.

- ¿Dónde está la cosa esa que te encargué? —le preguntaría—. No me digas que te olvidaste de la cosa esa

En aquel momento pasó un muchacho voceando algo acerca del juicio de Waterbury.

- ... tal vez ésta le refrescará la memoria.

El fiscal, súbitamente presentó una pesada pistola automática al ocupante del banquillo de los testigos.

- ¿Ha visto usted esto antes, alguna vez?

Walter Mitty tomó la pistola y la examinó con aire de conocedor.

- Esta es mi Webley‑Vickers 50.80, dijo con calma.

Un murmullo que denotaba agitación general se dejó oír en la sala de la audiencia. El juez impuso el silencio dando golpes con el mazo.

- Es usted un magnífico tirador con toda clase de armas de fuego, ¿verdad?, dijo el fiscal con tono insinuante.

- ¡Objeto la pregunta!, gritó el defensor de Mitty Hemos probado que el acusado no pudo haber hecho el disparo. Hemos probado que la noche del 14 de julio llevaba el brazo derecho en cabestrillo.

Walter Mitty levantó la mano como para imponer silencio y los abogados de una y otra parte se quedaron perplejos.

- Con cualquier marca de pistola pude haber matado a Gregory Fitzhurst a cien metros de distancia, usando mi mano izquierda.

Se desencadenó un pandemónium en la sala del tribunal. El alarido de una mujer se impuso sobre todas las voces y, de pronto, una mujer joven y bonita se arrojó en los brazos de Walter Mitty.

El fiscal la golpeó de una manera brutal. Sin levantarse siquiera de su asiento, Mitty descargó un puñetazo en la extremidad de la barba del hombre.

- ¡Miserable perro!

- Bizcocho para cachorro, dijo Walter Mitty.

Detuvo el paso, y los edificios de Waterbury parecieron surgir de entre la niebla de la sala de audiencias, y lo rodearon nuevamente. Una mujer que pasaba por ahí se echó a reír.

- Dijo bizcocho para cachorro ‑explicó a su acompañante- Ese hombre iba diciendo bizcocho para cachorro, hablando solo.

Walter Mitty siguió su camino de prisa. Fue a una tienda de la cadena de A and P, pero no entró en la primera por donde pasó, sino en otra más pequeña que estaba calle arriba.

- Quiero bizcocho para perritos muy chicos, dijo al dependiente.

- ¿De alguna marca especial, señor?

El mejor tirador de pistola de todo el mundo pensó durante un momento.

- Dice en la caja bizcocho para cachorro, dijo Walter Mitty.

Su mujer ya debía haber terminado en el salón de belleza, o tardaría tal vez otros quince minutos, pensó Mitty consultando su reloj, a menos que hubiera tenido dificultades para teñirse como le había ocurrido algunas veces.

No le agradaba llegar al hotel antes que él; deseaba que le aguardara allí como de costumbre. Encontró un gran sillón de cuero en el vestíbulo, frente a una ventana, y puso los zapatos de goma y el bizcocho para cachorro en el suelo, a su lado.

Tomó un ejemplar atrasado de la revista Liberty y se acomodó en el sillón.

- ¿Puede Alemania conquistar el mundo por el aire?

Walter Mitty vio las ilustraciones del artículo, que eran de aviones de bombardeo y de calles arruinadas.

- ... El cañoneo le ha quitado el conocimiento al joven Raleigh, señor, dijo el sargento.

El capitán Mitty alzó la vista, apartándose de los ojos el pelo alborotado.

- Llévenlo a la cama con los otros ‑dijo con tono de fatiga. Yo volaré solo.

- Pero no puede usted hacerlo, señor ‑dijo el sargento con ansiedad. Se necesitan dos hombres para manejar ese bombardero y los hunos están sembrando el espacio con proyectiles. La escuadrilla de Von Richtman se encuentra entre este lugar y Saulier.

- Alguien tiene que llegar a esos depósitos de municiones ‑dijo Mitty. Voy a ir yo. ¿Un trago de coñac?

Sirvió una copa para el sargento y otra para él. La guerra tronaba y aullaba en torno de la cueva protectora y golpeaba la puerta. La madera estaba desbaratándose y las astillas volaban por todas partes dentro del cuarto,

- Una migajita del final, dijo el capitán Mitty negligentemente.

- El fuego se está aproximando, dijo el sargento.

- Sólo vivimos una vez, sargento ‑dijo Mitty con su sonrisa lánguida y fugaz. ¿O acaso no es así?

Se sirvió otra copa, que apuró de un trago.

- Nunca había visto a nadie que tomara su coñac como usted, señor ‑dijo el sargento Perdone que lo diga, señor.

El capitán Mitty se puso de pie y fijó la correa de su automática Webley‑Vickers.

- Son cuarenta kilómetros a través de un verdadero infierno, señor, dijo el sargento.

Mitty tomó su último coñac.

- Después de todo ‑dijo, ¿dónde no hay infierno?

El rugido de los cañones aumentó; se oía también el rat‑tat‑tat de las ametralladoras, y desde un lugar distante llegaba ya el paquetá‑paquetá‑paquetá de los nuevos lanzallamas.

Walter Mitty llegó a la puerta del refugio protector tarareando Apures de MA Blonde. Se volvió para despedirse del sargento con un ademán, diciéndole:

- ¡Animo, sargento...!

Sintió que le tocaban un hombro.

- Te he estado buscando por todo el hotel ‑dijo la señora Mitty ¿Por qué se te ocurrió esconderte en este viejo sillón? ¿Cómo esperabas que pudiera dar contigo?

- Las cosas empeoran, dijo Mitty con voz vaga.

- ¿Qué?”, exclamó la señora Mitty. ¿Conseguiste lo que te encargué? ¿Los bizcochos para el cachorro? ¿Qué hay en esa caja?

- Los zapatos de goma, dijo Mitty.

- ¿No pudiste habértelos puesto en la zapatería?

- Estaba pensando ‑dijo Walter Mitty. ¿No se te ha llegado a ocurrir que yo también pienso a veces?

Ella se le quedó mirando.

- Lo que voy a hacer es tomarte la temperatura tan pronto como lleguemos a casa, dijo.

Salieron por la puerta giratoria, que produce un chirrido débilmente burlón cuando se la empuja. Había que caminar dos calles hasta el parque. En la droguería de la esquina le dijo ella:

- Espérame aquí. Olvidé algo. Tardaré apenas un minuto.

Pero tardó más de un minuto. Walter Mitty encendió un cigarrillo. Comenzó a llover y el agua estaba mezclada con granizo. Se apoyó en la pared de la droguería, fumando. Apoyó los hombros y juntó los talones.

¡Al diablo con el pañuelo!, dijo Walter Mitty con tono desdeñoso.

Dio una última fumada y arrojó lejos el cigarrillo.

Entonces, con esa sonrisa leve y fugaz jugueteando en sus labios, se enfrentó al pelotón de fusilamiento; erguido e inmóvil, altivo y desdeñoso, Walter Mitty, el Invencible, inescrutable hasta el fin.

domingo, 20 de diciembre de 2009

La vida breve y feliz de Francis Macomber - Hemingway


Era la hora de almorzar y todos estaban sentados bajo el doble toldo verde de la tienda-comedor, pretendiendo que nada había sucedido.

- ¿Quiere jugo de lima o limonada?, preguntó Macomber.

- Lima con ginebra, le contestó Robert Wilson.

- Para mí también. Necesito algo fuerte, dijo la esposa de Macomber.

- Supongo que está bien, concedió Macomber - Dígale que prepare tres limas con ginebra.

El mozo ya había empezado a prepararlos, sacando las botellas de las bolsas refrigerantes de lona bañadas en sudor en el viento que soplaba a través de los árboles que hacían sombra a las tiendas.

- ¿Cuánto debería darles? preguntó Macomber.

- Una libra será suficiente, le dijo Wilson. No querrá malacostumbrarlos.

- ¿El jefe lo repartirá?

- Absolutamente.

Media hora antes, Francis Macomber había sido llevado en triunfo hasta su tienda desde el borde del campamento en los brazos y hombros del cocinero, los ayudantes, el desollador y los cargadores. Los porteadores de armas no habían tomado parte en la celebración. Cuando los nativos lo bajaron a la entrada de su tienda, les estrechó las manos a todos, recibió sus felicitaciones y luego entró en la tienda y se sentó en la cama hasta que entró su esposa. Ella no le habló al entrar y él salió inmediatamente para lavarse la cara y las manos en el lavatorio portátil que estaba afuera y luego dirigirse a la tienda-comedor para sentarse en una confortable silla de lona en la brisa y la sombra.

- Ya tiene su león le dijo Robert Wilson. Y uno condenadamente bueno, además.

La señora Macomber miró a Robert Wilson rápidamente. Era una mujer extremadamente atractiva y bien conservada, perteneciente a la alta y bella sociedad, que, cinco años antes, había cobrado cinco mil dólares para patrocinar, con fotografías, un producto de belleza que nunca había usado. Había estado casada con Francis Macomber once años.

- Es un magnifico león, ¿no es así? dijo Macomber. Su esposa lo miró ahora. Miraba a ambos hombres como si nunca antes los hubiera visto.

A uno, a Wilson, el cazador blanco, ella sabía que verdaderamente nunca lo había visto antes. Era de estatura mediana con pelo castaño encendido, bigote recortado, un rostro muy colorado y ojos azules extremadamente fríos con ligeras arrugas blancas en las esquinas que se volvían surcos agradables cuando sonreía. Él le sonreía ahora y ella apartó la vista de su rostro para fijarse en la forma en que sus hombros descendían dentro de la camisa suelta que vestía con cuatro grandes cartuchos sostenidos por tirillas en donde debería haber estado el bolsillo izquierdo del pecho, en sus grandes manos bronceadas, sus viejos pantalones sueltos, sus botas muy sucias, y de nuevo en su rostro colorado. Se percató de que el intenso bronceado de su cara terminaba en una línea blanca que marcaba el círculo dejado por su sombrero Stetson que colgaba ahora de uno de los ganchos del soporte principal de la tienda.

- ¡Bueno, por el león! dijo Robert Wilson. Le sonrió a la mujer de nuevo y, sin sonreír, ella miró con curiosidad a su esposo.

Francis Macomber era muy alto, de muy buena complexión si no se tenía en cuenta esa longitud de huesos, moreno, cabello corto de remero, más bien de labios delgados, y se lo consideraba atractivo. Vestía el mismo tipo de ropa de safari que Wilson, excepto que las suyas eran nuevas, tenía treinta y cinco años, se mantenía en muy buena forma, era bueno en juegos de campo, tenía un buen número de récords de pesca de altura y acababa de mostrarse, muy en público, como un cobarde.

- ¡Por el león! dijo. Nunca podré agradecerle lo que hizo.

- Margaret, su esposa, dejó de mirarlo y miró de nuevo a Wilson.

- No hablemos del león dijo.

Wilson la miró sin sonreír, y ahora ella le sonrió.

- Ha sido un día muy extraño dijo ella. ¿No tendría que ponerse el sombrero incluso bajo la tienda al mediodía? Usted me lo dijo, ¿recuerda?

- Debería dijo Wilson.

- Usted tiene un rostro muy colorado, señor Wilson, ¿sabe? le dijo, y le sonrió nuevamente.

- La bebida, dijo Wilson.

- No lo creo, dijo ella

. Francis toma en gran cantidad, pero su cara nunca se pone roja.

- Hoy está roja, trató de bromear Macomber.

- No dijo Margaret. La mía es la que hoy está roja. Pero el señor Wilson siempre está colorado.

- Debe ser racial dijo Wilson. Digo, ¿no pretenderá que hablemos de mis atractivos, verdad?

- Apenas acabo de empezar.

- Dejémoslo ahí, dijo Wilson.

- Va a ser difícil encontrar de qué hablar, dijo Margaret.

- No seas tonta, Margot, dijo su esposo.

- No será difícil dijo Wilson. Tenemos un león condenadamente bueno.

Margot los miró a ambos y ellos vieron que iba a llorar. Wilson lo había visto venir por largo rato y lo temía. Macomber lo temía mucho más.

- Desearía que nunca hubiera ocurrido. ¡Oh, desearía que nunca hubiera ocurrido! dijo ella, y se dirigió a su tienda.

No se escuchaba su llanto, pero ellos podían ver que sus hombros se sacudían bajo la rosada blusa a prueba de sol que vestía.

- Cosas de mujeres, dijo Wilson al hombre alto. No tienen importancia. Tensión en los nervios o si no es una cosa es otra.

- No, dijo Macomber. Supongo que tendré que soportar eso por el resto de mi vida.

- Tonterías. Echémosle un vistazo al gran depredador dijo Wilson. Olvide todo el asunto. De todas maneras, no se puede hacer nada.

- Podemos intentarlo dijo Macomber. Pero no olvidaré lo que hizo por mí.

- Nada, dijo Wilson. Son todas tonterías.

Se sentaron entonces en la sombra, en la parte del campamento tendida bajo unas acacias de amplias copas con un risco sembrado de peñascos detrás y una extensión de hierba que llegaba hasta la orilla de un arroyo lleno de piedras redondas al frente con un bosque más allá, y tomaron sus bebidas de lima apenas frías, evitando ambos los ojos del otro mientras todos los muchachos ahora ya lo sabían y cuando vio al ayuda personal de Macomber mirando con curiosidad a su amo mientras ponía los platos en la mesa le espetó unas palabras en suahili. El muchacho se retiró con la cara lívida.

- ¿Qué le dijo? preguntó Macomber.

- Nada. Le dije que se avivara o me encargaría de que recibiera quince de los buenos.

- ¿Qué? ¿Latigazos?

- No es muy legal, dijo Wilson. Se supone que los multe.

- ¿Aún los hace azotar?

- Oh, claro. Podrían causar problemas si se quejaran. Pero no lo hacen. Lo prefieren a las multas.

- ¡Qué extraño! dijo Macomber.

- No es extraño, en realidad dijo Wilson. ¿Qué preferiría? ¿Recibir una buena zurra o perder su paga?

Luego se sintió avergonzado de haberlo preguntado y antes de que Macomber pudiera contestar, prosiguió:

- Todos recibimos una paliza cada día, ¿sabe?, de una forma u otra.

- Peor. Buen Dios, pensó. Soy todo un diplomático, ¿no?

- Sí, todos recibimos una paliza dijo Macomber, aún sin mirarlo. Lamento profundamente el asunto del león. No tiene que ir más lejos, ¿verdad? Quiero decir, nadie se va a enterar, ¿no es así?

- ¿Quiere decir si iré a contarlo en el Club Mathaiga?

Ahora Wilson lo miró fríamente. No se había esperado esto. Así que es un maldito hombre de cuatro caras aparte de ser un maldito cobarde, pensó. Casi me caía bien hasta hoy. ¿Pero qué se puede esperar de un norteamericano?

- No dijo Wilson. Soy un cazador profesional. Nunca hablamos de nuestros clientes. No tiene que preocuparse por eso. Pero se supone que pedirnos que no hablemos es una ofensa.

Para entonces había llegado a la conclusión de que el rompimiento sería mucho más sencillo. Entonces comería a solas y podría leer un libro con sus comidas. Ellos comerían por su cuenta. Se tratarían el resto del safari de una manera muy formal ¿cómo lo llamaban los franceses? Consideración distinguida, y sería muchísimo más llevadero que tener que soportar toda esa basura emocional. Lo insultaría y romperían clara y limpiamente. Luego podría leer un libro con sus comidas y aún estaría bebiendo de su whisky. Así se decía cuando un safari se echaba a perder. Uno se topaba con otro cazador blanco y le preguntaba: ¿Cómo va todo? , y el otro respondía: Oh, aún estoy bebiendo de su whisky , y uno sabía que todo se había ido al diablo.

- Lo siento dijo Macomber, y lo miró con su cara norteamericana que permanecería adolescente hasta la madurez, y Wilson reparó en su pelo corto, en sus ojos sólo ligeramente deshonestos, buena nariz, labios delgados y atractivo mentón. Lamento no haberme dado cuenta. Hay montones de cosas que no sé.

- Qué se puede hacer entonces, pensó Wilson. Estaba completamente listo para romper rápida y limpiamente y el tipo este se disculpaba después de que acababa de insultarlo. Lo intentó una vez más.

- No se preocupe de que lo vaya a contar, dijo. Tengo que ganarme la vida. además, en África una mujer jamás deja escapar su león y un hombre blanco jamás se echa para atrás.

- Yo me eché para atrás como un conejo, dijo Macomber.

Ahora qué diablos se puede hacer con un hombre que habla así, se preguntó Wilson. Miró a Macomber con sus inexpresivos ojos azules y el otro le sonrió. Tenía una sonrisa agradable si uno no se daba cuenta de cómo lo delataban sus ojos cuando estaba herido.

- Tal vez pueda reivindicarme con los búfalos, dijo. Es lo que viene ahora, ¿no?

- Por la mañana, si quiere, le dijo Wilson.

Tal vez se había equivocado. Sin duda ésta era la mejor manera de llevar las cosas. Ciertamente nunca se puede decir ninguna maldita cosa sobre un norteamericano. Estaba completamente del lado de Macomber otra vez. Si pudiera olvidar la mañana. Pero, desde luego, no podía. La mañana había sido todo lo mala que podía ser.

- Aquí viene la memsahib dijo.

Ella venía de su tienda luciendo refrescada y animada y casi adorable. Tenía un rostro perfectamente ovalado, tanto que se esperaría que fuera estúpida. Pero no era estúpida, pensó Wilson, no, para nada estúpida.

- ¿Cómo está el hermoso y colorado señor Wilson? ¿Te sientes mejor, Francis, perla mía?

- Mucho mejor, dijo Macomber.

- Voy a olvidar todo el asunto dijo, sentándose a la mesa. ¿Qué importancia tiene si Francis es bueno o no matando leones? No es su negocio. Es el negocio del señor Wilson. El señor Wilson es realmente muy impresionante matando cualquier cosa. Usted mata cualquier cosa, ¿no es así?

- Oh, cualquier cosa, dijo Wilson. Simplemente cualquier cosa.

Ellas son, pensó, las más difíciles en el mundo; las más duras, las más crueles, las más depredadoras y las más atractivas y sus hombres se ablandan o acaban con los nervios destrozados mientras ellas se hacen fuertes. ¿O es que escogen hombres que puedan manejar? No pueden saber tanto a la edad en que se casan, pensó. Estaba agradecido de ya haber culminado su educación en mujeres norteamericanas, porque ésta era muy atractiva.

- Vamos a ir por búfalos en la mañana, le dijo.

- Yo también voy, dijo ella.

- No, usted no.

- Oh, claro que voy. ¿No es así, Francis?

- ¿Por qué no se queda en el campamento?

- Por nada del mundo, dijo ella. No me perdería algo como lo de hoy por nada del mundo.

Cuando se fue, pensaba Wilson, cuando se ocultó para llorar, parecía una buenísima mujer. Parecía comprender, darse cuenta, estar lastimada por él y por ella misma y saber cómo eran las cosas en realidad. Desaparece veinte minutos y simplemente regresa recubierta de esa femenina crueldad norteamericana. Son las mujeres más letales. Realmente las más letales.

- Montaremos otro espectáculo para ti mañana, dijo Francis Macomber.

- Usted no viene, dijo Wilson.

- Está muy equivocado le dijo ella ¡Quiero tanto verlo actuar otra vez! Esta mañana estuvo adorable. Eso si volarle la cabeza a una cosa puede ser adorable.

- Aquí está el almuerzo dijo Wilson. Está muy contenta, ¿no?

- ¿Por qué no? No vine aquí para aburrirme.

- Bueno, hasta ahora no ha sido aburrido dijo Wilson.

Podía ver las piedras redondas en el río y más allá la elevada rivera con árboles y recordó la mañana.

- Oh, no dijo ella Ha sido encantador. Y mañana. No sabe cómo espero que llegue mañana.

- Eso que le ofrecen es antílope, dijo Wilson.

- ¿Son esas grandes cosas que parecen vacas y saltan como liebres, no?

- Supongo que eso las describe, dijo Wilson.

- Es muy buena carne, dijo Macomber.

- Sí.

- ¿No son peligrosas, no?

- Sólo si le caen encima, le dijo Wilson.

- ¡Qué alivio!

- ¿Por qué no dejas un poco el sarcasmo, Margot? dijo Macomber, cortando el bistec de antílope y poniendo un poco de puré de patatas, salsa y zanahoria en el tenedor curvado hacia abajo que atravesaba el bocado de carne.

- Supongo que puedo dijo ella, ya que lo pides tan amablemente.

- Esta noche tomaremos champaña por el león dijo Wilson, Es un poco caluroso al mediodía.

- ¡Oh, el león! dijo Margot ¡Había olvidado el león!

Entonces, pensó Robert Wilson, le está haciendo pagar el mal rato, ¿no? ¿O se supone que ésa es su idea de montar un buen espectáculo? ¿Cómo debería actuar una mujer cuando descubre que su esposo es un maldito cobarde? Ella es extremadamente cruel pero todas son crueles. Ellas gobiernan, desde luego, y para gobernar se tiene que ser cruel a veces. Aun así, ya he tenido suficiente de su maldito terrorismo.

- Sírvase más antílope le dijo, educadamente.

Hacia el final de la tarde, Wilson y Macomber salieron en el carro con el conductor nativo y los dos porteadores de armas. La señora Macomber se quedó en el campamento. Hacía demasiado calor para salir, dijo, y además iría con ellos mañana temprano. Mientras se alejaban, Wilson la veía parada debajo del árbol grande, luciendo bonita más que hermosa en su traje de cazadora rosa pálido, su cabello recogido desde la frente hacia atrás y atado en un moño más abajo del cuello, su rostro tan fresco, pensó, como si estuviera en Inglaterra. Ella les hizo adiós con la mano mientras el carro atravesaba la depresión cubierta de maleza y rodeaba los árboles para entrar en las pequeñas colinas cubiertas por una maraña de plantas frutales.

En la maraña de plantas frutales encontraron una manada de impalas, y dejando el carro, persiguieron a un viejo macho con cuernos largos y ampliamente extendidos y Macomber lo mató con un tiro muy destacable que derribó al macho a sus buenas doscientas yardas y espantó al resto de los impalas que saltaban salvajemente y pasaban unos por encima de los lomos de los otros dando largos saltos con las patas completamente extendidas, tan increíbles y flotantes como los que a veces uno da en sueños.

- Ese fue un buen tiro, dijo Wilson. Son un blanco pequeño.

- ¿Es una cabeza que valga la pena? preguntó Macomber.

- Es excelente le dijo Wilson. Siga disparando así y no tendrá problemas.

- ¿Cree que encontremos búfalos mañana?

- Hay una buena probabilidad. Salen a comer temprano en la mañana y con suerte podremos atraparlos en campo abierto.

- Me gustaría borrar todo ese asunto del león dijo Macomber. No es muy agradable que la esposa de uno lo vea hacer algo así.

- Me atrevería a pensar que el simple hecho de hacer algo así era suficientemente desagradable, pensó Wilson, con o sin esposa, o hablar de eso habiéndolo hecho. Pero sólo dijo:

- Yo no pensaría más en eso. A cualquiera se le podría complicar su primer león. Ya se le pasará.

Pero esa noche después de la cena y un whisky con soda cerca al fuego antes de ir a dormir, mientras Francis Macomber yacía en su catre con el mosquitero sobre él escuchando los ruidos nocturnos, no se le había pasado. Ni se le había pasado ni estaba empezando. Estaba exactamente igual como había ocurrido salvo algunas partes indeleblemente resaltadas y él estaba lastimosamente avergonzado de eso. Pero más que vergüenza sentía un miedo frío y vacío dentro de él. El miedo todavía estaba presente como un vacío frío y viscoso en todo el espacio donde alguna vez había estado su confianza y lo hizo sentirse enfermo. Todavía ahora estaba con él.

Todo había empezado la noche anterior cuando se despertó y escuchó el león rugiendo en algún lugar río arriba. Era un sonido profundo que terminaba en una mezcla de tos y gruñido que parecía venir justo de afuera de la tienda, y cuando Francis Macomber se despertó en la noche para escucharlo estaba aterrado.

Podía escuchar a su esposa respirar tranquilamente, dormida. No había nadie a quién decirle que tenía miedo ni para estar asustado con él y yacía solo sin conocer el proverbio somalí que dice que todo hombre valiente siempre se asusta tres veces con un león: la primera vez que ve su rastro, la primera vez que lo escucha rugir y la primera vez que lo enfrenta. Luego, cuando estaban desayunando a la luz de las linternas en la tienda-comedor, antes de que saliera el sol, el león rugió otra vez y Francis pensó que estaba justo al borde del campamento.

- Suena como un gato viejo, dijo Robert Wilson, levantando la vista de su pescado salado ahumado y su café. Escuche cómo tose.

- ¿Está muy cerca?

- Una milla y algo río arriba.

- ¿Podremos verlo?

- Echaremos un vistazo.

- ¿Sus rugidos llegan tan lejos? Suenan como si estuviera aquí mismo en el campamento.

- Llegan condenadamente lejos, dijo Robert Wilson. Es extraño cómo lo hacen. Espero que sea un gato al que se le pueda disparar. Los muchachos dijeron que uno muy grande andaba por aquí.

- Si tengo oportunidad de dispararle, ¿dónde debería darle para derribarlo? preguntó Macomber.

- En los hombros dijo Wilson. En el cuello si puede. Busque un hueso. Quiébrelo.

- Espero darle en el lugar adecuado, dijo Macomber.

- Usted dispara muy bien, le dijo Wilson. Tome su tiempo. Asegúrelo. El primero que entra es el que cuenta.

- ¿A qué distancia estará?

- No puedo decirlo. El león tendrá la última palabra. No dispare a menos que esté lo suficientemente cerca para que esté seguro.

- ¿A menos de cien yardas? preguntó Macomber.

- Wilson lo miró rápidamente.

- Cien puede ser. Debería dispararle a un poco menos. No arriesgue un disparo a mucho más de eso. Cien es una distancia decente. Puede darle donde quiera a esa distancia. Aquí viene la memsahib.

- Buenos días, dijo ella. ¿Vamos a ir por ese león?

- Tan pronto como termine su desayuno dijo Wilson. ¿Cómo se siente?

- Maravillosamente dijo ella. Estoy muy emocionada.

- Sólo voy a ver que todo esté listo, dijo Wilson. Cuando estaba saliendo el león rugió nuevamente.

- Bicho ruidoso dijo Wilson. Habrá que callarlo.

- ¿Qué sucede, Francis? le preguntó su esposa.

- Nada dijo Macomber.

- Algo dijo ella. ¿Qué te molesta?

- Nada dijo él.

- Dime ella lo miró. ¿No te sientes bien?

- Son esos malditos rugidos dijo él. Han durado toda la noche, ¿sabes?

- ¿Por qué no me despertaste? dijo ella Me gustaría haberlos escuchado.

- Tengo que matar esa maldita cosa, dijo Macomber, lastimeramente.

- Bueno, para eso has venido, ¿no es así?

- Sí. Pero estoy nervioso. Escuchar a esa cosa rugir me altera los nervios.

- Bueno, entonces, como dijo Wilson, mátala y acalla sus rugidos.

- Sí, cariño dijo Francis Macomber. Suena fácil, ¿no?

- ¿No tendrás miedo, verdad?

- Desde luego que no. Pero estoy nervioso de haberlo escuchado rugir toda la noche.

- Lo matarás maravillosamente, dijo ella. Sé que lo harás. Estoy terriblemente ansiosa por verlo.

- Termina tu desayuno y empezaremos.

- Todavía no está claro, dijo ella. Es una hora ridícula.

Justo entonces el león rugió con un quejido profundo, súbitamente gutural, una vibración ascendente que pareció sacudir el aire y terminó con un suspiro y un gruñido pesado, desde muy adentro del pecho.

- Suena como si estuviera aquí, dijo la esposa de Macomber.

- ¡Dios mío! dijo Macomber. Odio ese maldito ruido.

- Es muy impresionante.

- ¿Impresionante? Es aterrador.

Robert Wilson regresó entonces cargando su corto y feo Gibbs .505, de un gran calibre impactante, y sonriendo ampliamente.

- Vamos dijo. Su porteador tiene su Springfield y el arma grande. Todo está en el carro. ¿Tiene su munición sólida?

- Sí.

- Estoy lista, dijo la señora Macomber.

- Tiene que hacerle callar ese ruido desagradable, dijo Wilson. Usted vaya adelante. La memsahib puede sentarse aquí atrás conmigo.

Subieron al carro y, en la gris primera luz del día, partieron río arriba a través de los árboles. Macomber abrió la recámara de su rifle y vio que estaba cargado con balas de cubierta metálica, cerró la compuerta y puso el seguro. Vio que su mano temblaba.

Revisó su bolsillo buscando más cartuchos y recorrió con sus dedos los cartuchos en las tirillas de la parte delantera de su camisa. Volteó hacia donde estaba sentado Wilson, en el asiento trasero del carro cuadrado sin puertas junto a su esposa, los dos sonriendo emocionados, y Wilson se inclinó hacia delante y le susurró:

- Mire cómo bajan los pájaros. Significa que el viejo muchacho ha dejado una estela de muerte.

- Sobre los árboles de la rivera lejana del arroyo Macomber podía ver buitres volando en círculos y bajando a tierra.

- Es posible que salga a beber por aquí, susurró Wilson . Antes que se vaya a dormir. Mantenga los ojos abiertos.

Manejaban despacio a lo largo de la rivera alta del arroyo que aquí se hundía profundamente en un lecho de piedras redondas, serpenteando entre grandes árboles conforme avanzaban. Macomber estaba mirando la rivera opuesta cuando sintió que Wilson aferraba su brazo. El carro se detuvo.

- Allí está escuchó el susurro. Adelante y a la derecha. Bájese y atrápelo. Es un león maravilloso.

Ahora Macomber vio el león. Estaba parado casi completamente de costado con su gran cabeza levantada y vuelta hacia ellos.

La brisa de las primeras horas de la mañana que soplaba hacia ellos apenas agitaba su oscura melena, y la silueta del león con sus hombros pesados y el bulto uniforme de su cuerpo de barril lucía enorme contrastando con la rivera elevada en la luz gris de la mañana.

- ¿Qué tan lejos está? preguntó Macomber, levantando su rifle.

- A unos setenta y cinco. Bájese y atrápelo.

- ¿Por qué no le disparo desde donde estoy?

- No se les dispara desde los carros, escuchó a Wilson diciéndole en el carro. Bájese. No va a estar ahí todo el día.

Macomber salió por la abertura curva al costado del asiento delantero, bajó al peldaño y luego al suelo.

El león todavía estaba quieto mirando majestuosa y tranquilamente ese objeto que sus ojos sólo percibían como una silueta del tamaño que podría tener un descomunal rinoceronte.

No le llegaba olor de hombres y miraba el objeto moviendo un poco su gran cabeza de lado a lado.

Luego, mientras lo miraba sin temor pero dudando antes de bajar la rivera para beber con una cosa como ésa frente a él, vio la figura de un hombre destacarse y volteó su pesada cabeza y se alejaba balanceándose hacia la seguridad de los árboles cuando escuchó una detonación seca y sintió el impacto de una bala sólida que mordió su flanco y se abrió paso desgarrando su estómago como una nausea hirviente y quemante.

Trotaba pesada, torpemente, balanceando cuidadosamente su panza herida, hacia la hierba alta y la seguridad de los árboles cuando se produjo otra detonación que pasó junto a él desgarrando el aire.

Luego se produjo otra detonación y una explosión golpeó sus costillas bajas y se abrió paso desgarrándolo y sintió la sangre súbitamente caliente y espumeante en su boca y galopó hacia la hierba alta donde podría agazaparse sin ser visto y así forzarlos a traer la cosa atronadora lo suficientemente cerca para que con un ataque fulminante pudiera atrapar al hombre que la blandía.

Macomber no estaba pensando en cómo se sentía el león cuando bajó del carro. Lo único que sabía era que sus manos estaban temblando y conforme se alejaba del carro le era casi imposible mover las piernas. Sus muslos estaban rígidos pero sentía espasmos recorriendo sus músculos.

Levantó el rifle, apuntó a la unión de la cabeza y los hombros del león y jaló el gatillo. Nada ocurrió aunque jaló hasta pensar que su dedo se rompería. Luego se dio cuenta de que tenía el seguro puesto y mientras bajaba el rifle para descorrerlo avanzó otro rígido paso hacia delante, y el león, distinguiendo ahora claramente su silueta de la del carro, dio vuelta y empezó a trotar, y, al disparar, Macomber escuchó un ruido sordo que significaba que la bala le había dado, pero el león siguió alejándose.

Macomber disparó otra vez y todos vieron que la bala hizo saltar el polvo más allá del león que trotaba. Disparó otra vez, recordando apuntar más abajo, y todos escucharon que la bala le dio, y el león empezó a galopar y estaba en la hierba alta antes de que Macomber hubiera podido recargar.

Macomber se quedó allí, sintiéndose enfermo del estómago, sus manos aferraban el Springfield todavía contraídas, temblorosas, y su esposa y Robert Wilson estaban parados junto a él. También junto a él estaban los dos porteadores, hablándose fuerte y rápidamente en wakamba.

- Le di dijo Macomber. Le di dos veces.

- Le dio en las tripas y en algún lugar adelante, dijo Wilson sin entusiasmo. Los porteadores tenían un aspecto muy grave. Ahora estaban en silencio.

- Puede que lo haya matado, prosiguió Wilson. Tendremos que esperar un poco antes de que vayamos a averiguarlo.

- ¿Qué quiere decir?

- Dejar que se enferme antes de continuar con él.

- Oh, dijo Macomber.

- Es un león condenadamente bueno, dijo Wilson animadamente. Pero se ha metido en mal lugar.

- ¿Por qué malo?

- No se lo puede ver hasta tenerlo encima.

- Oh, dijo Macomber.

- Vamos, dijo Wilson. La memsahib puede quedarse aquí en el carro. Nosotros iremos a echarle un vistazo al rastro de sangre.

- Quédate aquí, Margot, le dijo Macomber a su esposa. Su boca estaba muy seca y le era difícil hablar.

- ¿Por qué? preguntó ella.

- Porque lo dice Wilson.

- Vamos a echar un vistazo, dijo Wilson. Usted quédese aquí. Puede ver incluso mejor desde aquí.

- De acuerdo.

Wilson le habló en suahili al conductor. Él asintió y dijo:

- Sí, buana.

Luego descendieron la rivera inclinada y cruzaron la corriente, subiéndose en las piedras redondas o rodeándolas, y treparon la otra rivera ayudándose de algunas raíces sobresalientes y la recorrieron a lo largo hasta que encontraron el lugar donde el león había estado trotando cuando Macomber disparó por primera vez. Había sangre oscura en la hierba corta que los porteadores señalaron con tallos de hierba y que se perdía detrás de los árboles de la rivera del río.

- ¿Qué hacemos? preguntó Macomber.

- No tenemos mucha elección, dijo Wilson. No podemos traer el carro. La rivera está muy empinada. Lo dejaremos ponerse un poco más tieso y luego usted y yo nos meteremos en el matorral y le echaremos un vistazo.

- ¿No podemos incendiarlo? preguntó Macomber.

- Demasiado verde.

- ¿No podemos enviar ojeadores?

Wilson lo miró escrutadoramente.

- Claro que podemos, dijo. Pero podría resultar mortal. Vea, sabemos que el león está herido. Se puede controlar un león sin herir porque siempre se moverá alejándose del ruido, pero un león herido va a cargar. No se lo puede ver hasta tenerlo encima. Se aplastará perfectamente contra el suelo en un lugar en el que no se pensaría que podría caber un conejo. No se puede enviar alegremente muchachos ahí a ese tipo de espectáculo. Alguien podría acabar muy malherido.

- ¿Y los porteadores de armas?

- Oh, ellos irán con nosotros. Es su deber. Vea, firmaron para eso. Sin embargo, no parecen muy contentos, ¿verdad?

- No quiero meterme ahí dentro, dijo Macomber. Las palabras salieron antes de que supiera que las había dicho.

- Tampoco yo dijo Wilson muy alegremente. Pero realmente no tenemos elección.

Luego, como un segundo pensamiento, miró fugazmente a Macomber y de repente se dio cuenta de que estaba temblando y del aspecto lastimoso de su cara.

- Usted no tiene que ir, desde luego dijo. Para eso me contrató, ¿sabe? Por eso soy tan caro.

- ¿Quiere decir que se meterá ahí dentro solo? ¿Por qué no lo dejamos ahí?

Robert Wilson, cuya entera preocupación había sido el león y el problema que representaba y que no había estado pensando en Macomber excepto para notar que estaba algo vacilante, súbitamente sintió como si hubiera abierto la puerta equivocada en un hotel y visto algo vergonzoso.

- ¿Qué quiere decir?

- ¿Por qué no simplemente lo dejamos ahí?

- ¿Quiere decir que pretendamos que no ha sido herido?

- No. Sólo dejarlo.

- No hemos terminado.

- ¿Por qué no?

- Primero, porque seguramente está sufriendo. Otra, alguien más podría toparse con él.

- Ya veo.

- Pero usted no tiene que tener nada que ver con todo esto.

- Me gustaría dijo Macomber. Sólo estoy asustado, ¿sabe?

- Yo iré adelante cuando entremos, dijo Wilson. Kongoni seguirá el rastro. Manténgase detrás de mí y un poco a un costado. Puede que lo escuchemos gruñir. Si lo vemos, disparamos los dos. No se preocupe de nada. Yo lo mantendré cubierto. De hecho, ¿sabe?, tal vez sería mejor que usted no vaya. Podría ser mucho mejor. ¿Por qué no regresa y se reúne con la memsahib mientras yo me encargo de él?

- No, quiero ir.

- De acuerdo, dijo Wilson. Pero no vaya si no quiere. Es mi deber ahora, ¿sabe?

- Quiero ir, dijo Macomber.

Se sentaron bajo un árbol y fumaron.

- ¿No quiere regresar y hablar con la memsahib mientras estamos esperando? preguntó Wilson.

- No.

- Sólo iré a decirle que tenga paciencia.

Bueno, dijo Macomber.

Se sentó allí, con las axilas sudando, la boca seca, sintiendo el estomago vacío, deseando tener el valor de decirle a Wilson que vaya y acabe con el león sin él.

No podía saber que Wilson estaba furioso porque no se había dado cuenta antes del estado en que se encontraba y no lo había mandado de regreso con su esposa. Se quedó allí sentado hasta que Wilson regresó.

- Tengo su arma grande, dijo. Tómela. Le hemos dado tiempo suficiente, creo. Vamos.

Macomber la tomó y Wilson dijo:

- Manténgase detrás de mí y a unas cinco yardas a la derecha y haga exactamente lo que yo le diga.

Luego les habló en suahili a los dos porteadores, que parecían la imagen de la desolación.

Andando dijo.

- ¿Puedo tomar un poco de agua? preguntó Macomber.

Wilson habló con el porteador más viejo, que llevaba una cantimplora en el cinturón, y el hombre la desató, desenroscó la tapa y se la alcanzó a Macomber, que la tomó notando qué pesada parecía y qué deshilachada y descuidada se sentía la cubierta de tela en su mano.

La levantó para beber y miró la hierba alta a lo lejos con árboles de copa aplanada detrás de ella. Una brisa soplaba hacia ellos y la hierba ondulaba suavemente en el viento. Miró al porteador y pudo ver que también estaba descompuesto de miedo.

Treinta y cinco yardas dentro del matorral, el gran león yacía completamente aplastado contra el suelo. Sus orejas estaban echadas para atrás y su único movimiento era un ligero temblor que recorría de arriba abajo su larga cola terminada en un mechón negro.

Se había puesto alerta tan pronto como estuvo a cubierto y se sentía enfermo por la herida que atravesaba toda su panza, debilitándose por la herida que atravesaba sus pulmones y que llevaba una menuda espuma roja a su boca cada vez que respiraba.

Sus flancos estaba húmedos y calientes y había moscas en los pequeños orificios que las balas sólidas habían abierto en su piel amarillenta, y sus grandes ojos amarillos, entornados con odio, miraban directamente al frente, sólo parpadeando cuando el dolor le llegaba al respirar, y sus garras estaban enterradas en la suave tierra caldeada.

Todo en él, dolor, malestar, odio y todas las fuerzas que le quedaban, estaba reuniéndose en una concentración absoluta para un ataque fulminante. Podía oír a los hombres hablando y esperaba reuniendo todo lo que tenía, preparándose para cargar tan pronto como entraran en el matorral. Al escuchar sus voces su cola se sacudió rígidamente de arriba abajo, y, cuando llegaron al borde del matorral, con un gruñido dificultado por la tos, cargó.

Kongoni, el porteador viejo, adelante siguiendo el rastro de sangre, Wilson, mirando la hierba atento a cualquier movimiento con su arma grande lista, el segundo porteador, mirando hacia delante y escuchando, y Macomber, cerca de Wilson, con su rifle cargado, apenas acababan de entrar en el matorral cuando Macomber escuchó el gruñido y la tos ahogados en sangre y vio al león moviéndose vertiginosamente entre la hierba.

Lo siguiente que supo es que estaba corriendo; corriendo salvajemente, presa del pánico, a campo abierto, corriendo hacia el arroyo.

Escuchó el ca-ra-wong! del gran rifle de Wilson y otra vez un segundo explosivo ca-ra-wong! y dándose vuelta vio que el león, horrible ahora porque aparentemente le faltaba media cabeza, se arrastraba hacia Wilson desde el borde del matorral mientras el hombre del rostro colorado desataba la correa del feo rifle corto y apuntaba cuidadosamente y otro atronador ca-ra-wong! salía del cañón del arma y el pesado y reptante bulto amarillo que era el león se ponía rígido y la enorme cabeza mutilada se deslizaba hacia delante y Macomber, de pie con un rifle cargado en la soledad del claro a donde había corrido mientras dos negros y un blanco lo miraban con desprecio, supo que el león estaba muerto. Se acercó a Wilson y su altura era un reproche sin atenuantes, y Wilson lo miró y le dijo:

- ¿Quiere tomar fotos?

- No, dijo.

Eso fue todo lo que dijeron hasta que llegaron al carro. Luego Wilson dijo:

- Un león condenadamente bueno. Los muchachos lo desollarán. Sería mejor que nos quedemos aquí en la sombra.

La esposa de Macomber no lo había mirado ni él a ella y él se sentó junto a ella en el asiento trasero y Wilson en el delantero.

Macomber estiró la mano y tomó la de su esposa sin mirarla y ella había quitado su mano de la suya. Mirando sobre el arroyo hacia donde los porteadores estaban desollando el león se dio cuenta que ella había podido ver todo.

Estaban allí sentados cuando su esposa se estiró hacia delante y puso su mano sobre el hombro de Wilson. Él se volteó y ella se inclinó sobre el asiento bajo y lo besó en la boca.

- Oh, vaya, dijo Wilson, poniéndose más rojo que su habitual color bronceado.

- El señor Robert Wilson dijo ella. El hermoso y colorado señor Robert Wilson.

Luego se acomodó de nuevo en el asiento junto a Macomber y miró sobre el arroyo hacia donde yacía el león, con sus desnudos antebrazos de músculos blancos y tendones marcados en alto y su abombada panza blanca, mientras los hombres negros le quitaban la piel. Finalmente, el porteador trajo la piel, húmeda y pesada, y se subió atrás con ella, enrollándola antes de subir, y el carro se puso en marcha. Nadie dijo nada más hasta que estuvieron de regreso en el campamento.

Esa era la historia del león.

Macomber no sabía cómo se había sentido el león justo antes de empezar su asalto, ni tampoco durante él, cuando el increíble impacto del .505 con una velocidad en el extremo del cañón de dos toneladas lo había golpeado en la boca, ni qué lo mantuvo avanzando después de eso, cuando el desgarrador segundo disparo había deshecho sus cuartos traseros y él había seguido arrastrándose hacia la cosa aplastante y atronadora que lo había destruido. Wilson sabía algo al respecto y sólo lo expresó diciendo:

- Un león condenadamente bueno.

Pero Macomber tampoco sabía cómo se sentía Wilson con respecto a todo. Ni tampoco cómo se sentía su esposa, excepto que estaba harta de él.

Su esposa había estado harta de él antes pero eso nunca duró. Él era muy rico, y aún lo sería mucho más, y sabía que ella no lo abandonaría tampoco ahora.

Era una de las pocas cosas que realmente sabía. Sabía eso, de motocicletas eso fue antes, de carros, de caza de patos, de pesca, trucha, salmón y altamar, de sexo en libros, muchos libros, demasiados libros, de todos los deportes de campo, de perros, no mucho de caballos, de cómo conservar su dinero, de la mayoría de las otras cosas relacionadas con su mundo, y que se esposa no lo abandonaría.

Su esposa había sido una gran belleza y era todavía una gran belleza en África, pero ya no era lo suficientemente bella en casa para que pudiera cambiarlo por alguien mejor y ella lo sabía y él lo sabía.

Ella había perdido la oportunidad de dejarlo y él lo sabía. Si él hubiera sido mejor con las mujeres ella probablemente habría empezado a preocuparse de que él consiguiera una hermosa nueva esposa; pero ella también lo conocía demasiado bien como para preocuparse por eso. Además, él siempre había tenido un alto grado de tolerancia, lo que aparentaba ser su mejor cualidad pero que era en realidad la más siniestra.

Con todo, comparativamente, se los tenía por una pareja felizmente casada, una de ésas cuya separación se rumorea frecuentemente pero que nunca ocurre, y como escribió el columnista de sociales, estaban añadiendo algo más que una pizca de aventura a su muy envidiado y siempre duradero romance con un safari en lo que se conocía como el África.

Más Oscura hasta que Martin Johnsons la iluminó en demasiadas pantallas de plata, donde estaban persiguiendo al viejo Simba el león, al búfalo, a Tembo el elefante y también recolectando especimenes para el Museo de Historia Natural.

Ese mismo columnista había reportado en el pasado que estaban a punto de romper al menos en tres oportunidades y lo habían estado. Pero siempre se reconciliaron. Tenían una sólida base de unión. Margot era demasiado hermosa para que Macomber se divorciara de ella y Macomber tenía demasiado dinero para que Margot alguna vez lo fuera a dejar.

Eran ahora alrededor de las tres de la mañana y Francis Macomber, que se había quedado dormido poco después de que había dejado de pensar en el león, se despertó y se durmió de nuevo y se despertó súbitamente, asustado en sueños por el león con la cabeza ensangrentada parado sobre él, y escuchando con el corazón palpitante se dio cuenta de que su esposa no estaba en el otro catre de la tienda. Así sabiéndolo yació despierto por dos horas.

Al cabo de ese tiempo su esposa entró en la tienda, levantó el mosquitero y se arrastró perezosamente a la cama.

- ¿Dónde has estado? preguntó Macomber en la oscuridad.

- Hola, dijo ella. ¿Estás despierto?

- ¿Dónde has estado?

- Sólo salí a tomar un poco de aire.

- Un poco de maldito aire, claro.

- ¿Qué quieres que diga, querido?

- ¿Dónde has estado?

- Afuera, tomando un poco de aire.

- Así le dicen ahora. Eres una ramera.

- Bueno, tú eres un cobarde.

- De acuerdo dijo él. ¿Y qué hay con eso?

- Nada en lo que a mi respecta. Pero por favor no hablemos, querido, porque tengo mucho sueño.

- Crees que te voy a aguantar cualquier cosa.

- Sé que lo harás, cariño.

- Bien, pues no.

- Por favor, querido, no hablemos. Tengo muchísimo sueño.

- No iba a haber nada de esto. Prometiste que no lo habría.

- Bueno, ahora lo hay, dijo ella dulcemente.

- Dijiste que si hacíamos este viaje no habría nada de esto. Lo prometiste.

- Sí, querido. Así quería que fuera. Pero el viaje se echó a perder ayer. No tenemos que hablar de eso, ¿verdad?

- No pierdes el tiempo cuando tienes una ventaja, ¿verdad?

- Por favor no hablemos. Tengo tanto sueño, querido.

- Pues yo voy a hablar.

- No esperes que te conteste entonces, porque me voy a dormir.

Y se durmió.

Antes de que saliera el sol estaban los tres en la mesa para el desayuno y Francis Macomber descubrió que, de todos los muchos hombres que había odiado, odiaba más a Robert Wilson.

- ¿Durmió bien? preguntó Wilson con su voz baja y áspera, llenando una pipa.

- ¿Usted sí?

- De lo mejor, le dijo el cazador blanco.

- Bastardo, pensó Macomber, bastardo insolente.

Entonces ella lo despertó al regresar, pensó Wilson, mirándolos a ambos con sus inexpresivos y fríos ojos. Bueno ¿por qué no mantiene a su esposa donde le corresponde? ¿Qué cree que soy, un maldito santo de yeso? Que la mantenga donde le corresponde. Es su maldita culpa.

- ¿Cree que encontremos búfalos? preguntó Margot, apartando un plato de duraznos.

- Puede que sí le dijo Wilson y le sonrió. ¿Por qué no se queda en el campamento?

- Por nada del mundo, le dijo ella.

- ¿Por qué no le ordena que se quede en el campamento? le dijo Wilson a Macomber.

- Ordéneselo usted, dijo Macomber fríamente.

- Nada de órdenes ni nada de tonterías, Francis, dijo Margot casi placenteramente.

- ¿Está listo para empezar? preguntó Macomber.

- Cuando quiera le dijo Wilson. ¿Quiere que la memsahib venga?

- ¿Hay alguna diferencia si quiero o no?

Al infierno con esto, pensó Robert Wilson. A todo el mismísimo infierno con esto. Entonces así es como va a ser. Bueno, así es como va a ser, entonces.

- No hay diferencia, dijo.

- ¿Está seguro de que a usted mismo no le gustaría quedarse en el campamento con ella y dejarme ir a mí a cazar los búfalos? preguntó Macomber.

- No puedo hacer eso dijo Wilson. No diría estupideces si fuera usted.

- No digo estupideces. Estoy disgustado.

- Es una palabra fuerte, disgustado.

- Francis, ¿podrías por favor tratar de hablar razonablemente? dijo su esposa.

- Hablo demasiado razonablemente, dijo Macomber. ¿Alguna vez ha probado una comida tan asquerosa?

- ¿Algo malo con la comida? preguntó Wilson tranquilamente.

- No más que todo lo demás.

- Yo trataría de controlarme, camarada, dijo Wilson muy silenciosamente. Hay un chico aquí junto a la mesa que entiende algo de inglés.

- Que se vaya al infierno.

Wilson se paró y se alejó relajadamente fumando su pipa, hablando unas palabras en suahili a uno de los porteadores que estaba parado esperando por él. Macomber y se esposa se volvieron a sentar a la mesa. Él se puso a contemplar absorto su taza de café.

- Si haces una escena te dejaré, querido dijo Margot silenciosamente.

- No, no lo harás.

- Inténtalo y verás.

- No me dejarás.

- No, dijo ella. No te dejaré y tú te portarás bien.

- ¿Portarme bien? Es una forma de decirlo. Portarme bien.

- Sí. Pórtate bien.

- ¿Por qué no intentas tú portarte bien?

- Lo he intentado por mucho tiempo. Demasiado tiempo.

- Odio a ese bastardo colorado, dijo Macomber. Su sola vista me repugna.

- Realmente es muy bueno.

- Oh, cállate, casi gritó Macomber. Justo entonces llegó el carro y se detuvo frente a la tienda-comedor y el conductor y los dos porteadores bajaron. Wilson caminó hasta ellos y miró al esposo y esposa allí sentados a la mesa.

- ¿Vamos, disparamos un poco? preguntó.

- Sí dijo Macomber, parándose. Sí.

- Mejor traiga una chompa. Hará frío en el carro, dijo Wilson.

- Traeré mi casaca de cuero, dijo Margot.

- El chico la tiene, le dijo Wilson.

Él subió al frente con el conductor y Francis Macomber y su esposa se sentaron, sin hablar, en el asiento trasero.

Espero que al pobre diablo no se le ocurra volarme la tapa de los sesos, pensó Wilson. Las mujeres siempre son una molestia en los safaris.

El carro bajó la velocidad para cruzar el río por un paso de piedrecillas redondas en la gris luz del día y luego trepó la subida de la rivera por donde el día anterior Wilson había ordenado que excavaran una rampa para que pudieran llegar al terreno liso como parque cubierto de árboles en el lado lejano.

Era una buena mañana, pensó Wilson. Había un pesado rocío y mientras las llantas se abrían paso a través de la hierba y los arbustos bajos le llegaba el olor de las hojas aplastadas. Era un olor como de verbena y le gustaba este perfume del rocío del alba y los helechos aplastados y también las figuras de los árboles mostrándose como negras siluetas en la niebla del amanecer mientras el carro cruzaba el terreno insurcado que parecía un parque.

Ahora había sacado de su mente a los dos que iban en el asiento de atrás y estaba pensando en los búfalos. Los búfalos tras los que estaba permanecían durante el día en un denso pantano donde era imposible colocar un tiro, pero en la noche salían a comer en una extensión de terreno abierto y si podía colocarse con el carro entre ellos y su pantano, Macomber tendría una buena oportunidad con ellos en ese terreno abierto.

No quería en absoluto cazar búfalos ni ninguna otra cosa con Macomber, pero era un cazador profesional y había cazado con algunos tipos raros en el tiempo que llevaba aquí.

Si hoy conseguían búfalo sólo faltaría rinoceronte y el pobre hombre habría terminado con su juego peligroso y las cosas podrían arreglarse. No se volvería a enredar con la mujer y Macomber lo superaría también. Debe de haber tenido bastante de eso antes por como lucen las cosas. Pobre diablo. Debe de tener una forma de superarlo. Bueno, pobre tipo, pero era su propia maldita culpa.

Él, Robert Wilson, llevaba un catre doble en los safaris para acomodar cualquier presa que pudiera traerle el viento. Había cazado para una cierta clientela, la sociedad internacional, deportiva, intrépida, donde las mujeres no sentían que habían recuperado el valor de su dinero a menos que hubieran compartido ese catre con el cazador blanco.

Los despreciaba cuando no estaba con ellos aunque algunos llegaban a agradarle bastante el tiempo que pasaban juntos, pero se ganaba la vida con ellos y sus estándares eran también sus estándares mientras le estuvieran pagando.

Eran sus estándares en todo excepto en la caza. Él tenía sus propios estándares sobre la cacería y ellos podían aceptarlos o conseguirse a alguien más que cazara para ellos. Sabía, además, que todos lo respetaban por eso. Pero este Macomber no era como todos. Maldita sea que no lo era. Ahora la esposa. Bueno, la esposa. Sí, la esposa. Hum, la esposa. Bueno, ya no le interesaba.

Volteó a mirarlos. Macomber estaba sentado fastidiado y furioso. Margot le sonrió. Hoy lucía más joven, más inocente y más fresca y no tan profesionalmente hermosa. Lo que hay en su corazón sólo Dios lo sabe, pensó Wilson. Ella no había hablado mucho la noche anterior. Por eso era tan placentera su compañía.

El carro subió una ligera pendiente y siguió a través de los árboles y luego salió a un claro cubierto de hierba que parecía una pradera y se mantuvo pegado al borde tratando de pasar inadvertido bajo el amparo de los árboles, el conductor manejaba despacio y Wilson miraba cuidadosamente toda la pradera y a todo lo largo de su extremo más lejano.

Mandó detener el carro y estudió el claro con sus binoculares. Luego le hizo una señal al conductor para que continuara y el carro avanzó lentamente y el conductor evitaba los agujeros de jabalí y rodeaba los castillos de barro que las hormigas habían construido. Entonces, mirando a través del claro, Wilson súbitamente se volteó y dijo:

- ¡Por Dios, ahí están!

Y mirando hacia donde señalaba, mientras el carro saltaba hacia delante y Wilson hablaba rápidamente en suahili al conductor,

Macomber vio tres enormes animales negros casi cilíndricos que en su gran pesadez parecían tres grandes carros blindados negros, moviéndose al galope por el extremo lejano de la pradera abierta. Se movían al galope con el cuerpo y el cuello rígidos y podía ver en sus cabezas los anchos cuernos negros vueltos hacia arriba mientras galopaban sin mover sus cabezas estiradas.

- Son tres toros viejos, dijo Wilson. Los interceptaremos antes de que lleguen al pantano.

El carro se desplazaba a unas vertiginosas cuarenta y cinco millas por hora a través del claro y mientras Macomber los miraba los búfalos se hacían más y más grandes hasta que pudo ver la piel gris, rugosa, sin pelo, de uno de los enorme toros y cómo su cuello era parte de sus hombros y el brillante negro de sus cuernos mientras galopaba un poco detrás de los otros que marchaban en fila hacia delante con paso sostenido; y luego el carro empezó a desplazarse uniformemente como si de repente estuviera en una carretera y lograron acercarse y pudo ver la enormidad basculante del toro, el polvo en las matas de pelo dispersas sobre su piel, la gran amplitud de la base de sus cuernos y las anchas narices en su hocico extendido, y estaba levantando su rifle cuando Wilson gritó: ¡No desde el carro, idiota! y él no sentía temor, sólo odio por Wilson, y entonces los frenos se trabaron y el carro patinó de costado enterrándose hasta casi detenerse y Wilson salió por un lado y él por el otro, trastabillando al tocar con sus pies la tierra que aún se deslizaba rápidamente, y ya estaba disparándole al toro que se alejaba, oyendo las balas penetrar en él, vaciándole el rifle mientras se alejaba constantemente, finalmente recordando colocar sus tiros adelante sobre los hombros, y mientras sus manos se enredaban al recargar vio que el búfalo había caído. Había caído sobre sus rodillas y sacudía su gran cabeza, y viendo a los otros dos que todavía galopaban le disparó al que iba adelante y le dio. Disparó nuevamente y falló y escuchó el atronador carawong del disparo de Wilson y vio al toro que iba adelante desplomarse sobre su nariz.

Atrape el otro dijo Wilson. ¡Ahora sí que está disparando!

Pero el otro búfalo continuaba moviéndose al mismo galope sostenido y falló, haciendo saltar el polvo, y Wilson falló y el polvo se levantó en una nube y Wilson gritó: Veámonos. ¡Está demasiado lejos! y lo tomó por el brazo y estaban nuevamente en el carro, Macomber y Wilson colgados de los costados del carro disparado que se deslizaba sobre el suelo disparejo, ganándole terreno al toro que galopaba sostenidamente hacia delante con el cuello rígido.

Estaban detrás de él y Macomber estaba cargando su rifle, dejando caer casquillos en el piso, trabándolo, destrabándolo, ya casi habían alcanzado al toro cuando Wilson gritó: Alto y el carro patinó al punto que casi se voltea y Macomber cayó hacia delante mientras apuntaba a la redondeada espalda negra que galopaba, apuntó y disparó otra vez, luego otra vez, luego otra vez y todas las balas acertaron pero no tenían ningún efecto en el búfalo que él pudiera ver. Luego Wilson disparó y el estampido lo asordó y pudo ver que el toro se tambaleaba. Macomber disparó otra vez, apuntando cuidadosamente, y el búfalo se desplomó sobre sus rodillas.

- Muy bien, dijo Wilson. Buen trabajo. Ahí están los tres.

Macomber sentía una felicidad embriagante.

- ¿Cuántas veces disparó? preguntó.

- Sólo tres dijo Wilson. Usted mató el primer toro. El más grande. Yo lo ayudé a terminar los otros dos. Por temor de que se pusieran a cubierto. Usted los mató. Yo sólo les di algunos retoques. Usted dispara condenadamente bien.

- Vayamos al carro, dijo Macomber. Quiero un trago.

- Hay que terminar con ese búfalo primero le dijo Wilson.

El búfalo estaba sobre sus rodillas y sacudía la cabeza furiosamente y resollaba con una ira ronca que se reflejaba en sus abyectos ojillos mientras ellos se le acercaban.

- Cuidado se vaya a levantar, dijo Wilson.

Luego:

- Póngase un poco al costado y déle en el cuello justo detrás de la oreja.

Macomber apuntó cuidadosamente al centro del inmenso cuello que se sacudía de ira y disparó. Al disparo la cabeza cayó hacia delante.

- Eso acabó con él, dijo Wilson. Le dio en la columna. Esos bichos lucen condenadamente bien, ¿no es así?

- Vayamos por el trago, dijo Macomber. En toda su vida jamás se había sentido tan bien.

En el carro, la esposa de Macomber estaba sentada con el rostro extremadamente pálido.

- Eres maravilloso, querido le dijo a Macomber. ¡Vaya espectáculo!

- ¿Le pareció chocante? le preguntó Wilson.

- Fue aterrador. Nunca he estado más asustada en toda mi vida.

- Tomemos todos unos tragos, dijo Macomber.

- Ni que lo diga dijo, Wilson. Páselo a la memsahib.

Ella bebió el whisky puro de la botella y se estremeció un poco al pasarlo. Le alcanzó la botella a Macomber quien se la pasó a Wilson.

- Fue aterradoramente emocionante, dijo ella. Me ha causado un terrible dolor de cabeza. Aunque no sabía que estuviera permitido dispararles desde los carros.

- Nadie disparó desde el carro, dijo Wilson fríamente.

- Quiero decir perseguirlos en carro.

- Ordinariamente no lo haría, dijo Wilson. Sin embargo me pareció bastante justo mientras lo hacíamos. Corrimos más riesgos conduciendo de esa manera a través del llano lleno de agujeros y con una y otra cosa que cazando a pie. El búfalo pudo habernos cargado cada vez que disparamos si hubiera querido. Le dimos todas las oportunidades. Igual, yo no lo mencionaría a nadie. Es ilegal si es lo que quiere decir.

- A mí me pareció muy desigual, dijo Margot perseguir esas grandes cosas indefensas en un carro.

- ¿Ah sí? dijo Wilson.

- ¿Qué pasaría si lo saben en Nairobi?

- Perdería mi licencia en primer lugar. Otros inconvenientes, dijo Wilson, tomando un trago de la botella. Estaría fuera del negocio.

- ¿De verdad?

- Bueno, dijo Macomber, y sonrió por primera vez en todo el día. Ahora ella sabe algo de usted.

- Tienes una forma encantadora de poner las cosas, Francis, dijo Margot Macomber.

Wilson los miró a ambos. Si un hombre de cuatro caras se casa con una mujer de cinco, pensaba, ¿de cuántas caras saldrán sus hijos? Lo que dijo fue:

- Perdimos un porteador. ¿Se dio cuenta?

- Dios mío, no, dijo Macomber.

- Aquí viene, dijo Wilson. Está bien. Debe de haber caído cuando dejamos el primer toro.

Aproximándose a ellos estaba el porteador maduro, cojeando visiblemente con su gorro tejido, camisa caqui, shorts y sandalias de goma, con el rostro desolado y luciendo disgustado. Mientras se acercaba le gritó algo a Wilson en suahili y todos vieron el cambio en el rostro del cazador blanco.

- ¿Qué dice? preguntó Margot.

- Dice que el primer búfalo se levantó y se metió en el matorral dijo Wilson sin expresión en la voz.

- Oh, dijo Macomber con la mente en blanco.

- ¿Entonces va a ser exactamente como el león? dijo Margot, precipitadamente.

- No va a ser para nada como el maldito león, le dijo Wilson. ¿Quería otro trago, Macomber?

- Gracias, sí, dijo Macomber.

Esperaba que el sentimiento que había tenido sobre el león regresara pero no volvió. Por primera vez en su vida se sentía real y completamente sin miedo. En lugar de miedo tenía un sentimiento de inequívoca felicidad.

- Iremos a echarle un vistazo al segundo toro, dijo Wilson. Le diré al conductor que ponga el carro en la sombra.

- ¿Qué van a hacer? preguntó Margaret Macomber.

- Echarle un vistazo al búfalo, dijo Wilson.

- Yo también voy.

- Venga pues.

Los tres caminaron hasta donde el segundo búfalo resaltaba oscuramente en el claro, con la cabeza caída en la hierba y los enormes cuernos ampliamente abiertos.

- Es una cabeza muy buena, dijo Wilson. Unas cincuenta pulgadas de ancho.

Macomber lo estaba mirando con delectación.

- Es odioso, dijo Margot. ¿Ya podemos regresar a la sombra?

- Por supuesto, dijo Wilson. Mire, le dijo a Macomber, y señaló ¿Ve esos arbustos?

- Sí.

- Ahí es donde se metió el primer toro. El porteador dijo que cuando se cayó el toro estaba tirado. Nos estaba mirando correr como demonios y a los otros dos búfalos galopando. Cuando levantó la vista el toro se había parado y lo estaba mirando. El porteador corrió como si lo llevara el diablo y el toro se metió despacito en los arbustos.

¿Ya podemos ir por él? preguntó Macomber ansiosamente.

Wilson lo miró escrutadoramente. Maldita sea si no es un tipo raro, pensó. Ayer estaba enfermo de miedo y hoy es un maldito mercenario.

- Todavía, hay que darle tiempo.

- Vamos por favor a la sombra, dijo Margot. Su rostro estaba blanco y lucía enferma.

Caminaron hasta el carro que estaba bajo la amplia copa de un árbol solitario y se sentaron.

- Lo más probable es que esté ahí muerto, remarcó Wilson. Luego de un ratito echaremos un vistazo.

Macomber sentía una felicidad salvaje e irracional que nunca antes había conocido.

- Por Dios, ésa fue una persecución, dijo. Nunca he sentido nada parecido. ¿No fue maravilloso, Margot?

- Fue odioso.

- ¿Por qué?

- Fue odioso, dijo ella amargamente. Simplemente repugnante.

- Sabe, no creo que nada vuelva a asustarme otra vez, le dijo Macomber a Wilson. Algo pasó dentro de mí después que vimos por primera vez al búfalo y fuimos tras él. Como una maldita deflagración. Era excitación pura.

- Le limpia el hígado dijo Wilson. Cosas así de extrañas le ocurren a veces a la gente.

El rostro de Macomber estaba resplandeciente.

- Usted sabe que sí me ocurrió algo, dijo. Me siento absolutamente diferente.

Su esposa no dijo nada y lo miró extrañamente. Estaba muy hundida en su asiento y Macomber estaba inclinado hacia delante hablando con Wilson que se había puesto de costado para hablar por encima del respaldo del asiento delantero.

- Sabe, me gustaría intentar otro león, dijo Macomber. Realmente no me asustan ahora. Después de todo, ¿qué es lo que pueden hacerme?

- Eso es, dijo Wilson. Lo peor que pueden hacerle es matarlo. ¿Cómo era? Shakespeare. Condenadamente bueno. Veamos si puedo recordarlo. Oh, condenadamente bueno. Solía citármelo a mí mismo en una época. Veamos. Por mi alma, me es indiferente; un hombre no puede morir sino una vez; le debemos a Dios una muerte y debemos pagarla de la forma que sea; que aquel que muere este año no morirá el próximo. Condenadamente bueno, ¿no?

Estaba muy avergonzado de haber revelado el ideal según el cual había vivido, pero ya antes había visto hombres hacerse mayores de edad y siempre lo había conmovido. No tenía nada que ver con su vigésimo primer cumpleaños.

Habían sido necesarias una ocasión extrañamente favorable para cazar y una precipitación súbita a la acción sin oportunidad para preocuparse anticipadamente para hacer que le sucediera a Macomber, pero sin importar cómo había ocurrido, lo cierto era que sin duda había ocurrido.

Miren al sujeto ahora, pensó Wilson. Lo que pasa es que algunos siguen siendo niños por mucho tiempo. A veces toda su vida. Lucen como muchachos aunque tengan cincuenta años. El gran hombre-muchacho norteamericano. Gente condenadamente extraña. Pero ahora le gustaba este Macomber. Tipo condenadamente extraño. Probablemente también significaba el fin de las infidelidades.

Bueno, esa sería una cosa condenadamente buena. Condenadamente buena. Probablemente el sujeto había estado asustado toda su vida. No se sabe qué lo empezó. Pero se había terminado. No había tenido tiempo de asustarse del búfalo. Eso y estar enojado también. El carro también. El carro se lo hizo familiar.

Ahora era un maldito mercenario. En la guerra lo había visto ocurrir de la misma manera. Cambio más radical que cualquier pérdida de virginidad. El temor extirpado como en una operación. Otra cosa creció en su lugar. Lo más importante que tenía un hombre. Lo hizo hombre. La mujer lo sabía también. No más maldito temor.

Desde la esquina más alejada del asiento Margaret Macomber los miraba a los dos. No había ningún cambio en Wilson. Vio a Wilson como lo había visto el día anterior cuando por primera vez se dio cuenta de cuál era su gran talento. Pero ahora veía el cambio en Francis Macomber.

- ¿Tiene ese sentimiento de felicidad por lo que está por ocurrir? preguntó Macomber, todavía explorando su recientísimo bienestar.

- Se supone que no debe mencionarlo, dijo Wilson, mirando en el rostro del otro. Es más elegante si dice que está asustado. Sobre todo porque va a estar asustado, muchas veces

- ¿Pero tiene un sentimiento de felicidad por la acción por venir?

- Sí, dijo Wilson. Eso sí. No sirve que hablemos demasiado del tema. Dejemos de hablar completamente del tema. No hay placer en una cosa si se habla mucho de ella.

- Los dos están diciendo estupideces, dijo Margot. Sólo porque han perseguido unos animales indefensos en un carro se ponen a hablar como héroes.

- Disculpe, dijo Wilson. He estado fanfarroneando demasiado.

- Ya empezó a preocuparle, pensó.

- Si no sabes de lo que estamos hablando, ¿por qué mejor no te quedas callada? le preguntó Macomber a su esposa.

- Te has vuelto terriblemente valiente, terriblemente pronto, dijo su esposa con desprecio, pero su desprecio era inseguro. Algo la tenía muy asustada.

Macomber se rió, una muy natural y franca risa.

Sabes que sí, dijo. Realmente sí.

¿No es un poco tarde? dijo Margot amargamente.

Porque había hecho lo mejor que pudo por muchos años y la forma en que se llevaban ahora no era culpa de nadie.

- No para mí, dijo Macomber.

Margot no dijo nada y se volvió a hundir en la esquina del asiento.

- ¿No cree que ya le dimos suficiente tiempo? le preguntó Macomber a Wilson animadamente.

- Podríamos echar un vistazo, dijo Wilson. ¿Le quedan balas?

- El porteador tiene algunas.

Wilson llamó en suahili y el porteador más viejo, que estaba desollando una de las cabezas, se enderezó, sacó una caja de balas de su bolsillo y se la trajo a Macomber, que llenó la recámara de su rifle y puso los cartuchos restantes en su bolsillo.

- También debería disparar el Springfield, dijo Wilson. Está acostumbrado a él. Dejaremos el Mannlicher en el carro con la memsahib. Su porteador puede llevar el arma pesada. Yo tengo este maldito cañón. Ahora déjeme decirle algo sobre los búfalos.

Lo había dejado para el final porque no quería preocupar a Macomber.

- Cuando un búfalo carga, carga con la cabeza levantada y estirada como un ariete. La base de los cuernos impide cualquier tipo de disparo al cerebro. El único disparo posible es directo a la nariz. El otro disparo posible es al pecho o, si está a un costado, al cuello o los hombros. Después que los han herido se vuelven unos demonios asesinos. No intente nada complicado. Intente el disparo más fácil que pueda. Ya han terminado de desollar esa cabeza. ¿Empezamos?

Les hizo una señal a los porteadores, que se acercaron limpiándose las manos, y el más viejo se subió a la parte trasera.

1. Sólo me llevaré a Kongoni, dijo Wilson. El otro puede quedarse a espantar los pájaros.

Mientras el carro se movía lentamente a través del claro hacia los árboles cubiertos de maleza que formaban una lengua de follaje que corría a lo largo de un curso seco de agua que dividía la depresión, Macomber sentía su corazón latiendo fuertemente y su boca estaba seca de nuevo, pero era excitación, no miedo.

- Ahí es donde se metió, dijo Wilson. Luego, se dirigió al porteador en suahili: Sigue el rastro.

El carro se estacionó paralelo a la lengua de maleza. Macomber, Wilson y el porteador se bajaron. Macomber, mirando atrás, vio a su esposa, con el rifle a su lado, mirándolo. La saludó con la mano y ella no le devolvió el saludo.

Más adelante el matorral se hacía muy tupido y el suelo estaba seco. El porteador maduro sudaba copiosamente y Wilson se había calado el sombrero hasta los ojos y su cuello colorado se mostraba apenas delante de Macomber. De repente el porteador le dijo algo en suahili a Wilson y corrió hacia delante.

- Está muerto allí dentro, dijo Wilson. Buen trabajo y se volteó para darle la mano a Macomber.

Y mientras se las estrechaban sonriéndose el uno al otro el porteador dio un grito salvaje y lo vieron salir del matorral de costado, veloz como un cangrejo, y vieron al toro salir con la nariz levantada, la boca apretada, chorreando sangre, la enorme cabeza estirada hacia delante, viniendo a la carga, mirándolos con sus abyectos ojillos inyectados en sangre.

Wilson, que estaba adelante, estaba arrodillado disparando, y Macomber, mientras disparaba, sin escuchar sus disparos por el estampido del arma de Wilson, vio fragmentos como de pizarra salir disparados de la enorme base de los cuernos y la cabeza se sacudió y disparó otra vez a las anchas narices y vio los cuernos saltar en pedazos y los fragmentos volaban por todas partes y ahora no veía a Wilson y, apuntando cuidadosamente, disparó otra vez con el enorme bulto del búfalo casi sobre él y su rifle casi al nivel de la cabeza que avanzaba con la nariz levantada y pudo ver los ojillos malignos y la cabeza comenzaba a inclinarse y súbitamente sintió un deslumbrante resplandor que explotaba dentro de su cabeza y eso fue lo último que sintió.

Wilson se había agachado a un costado para dispararle en el hombro. Macomber se había mantenido firme y disparó a la nariz, disparando ligeramente alto cada vez y dándole a los pesados cuernos, astillándolos y deshaciéndolos como si le hubiera dado a un techo de pizarra, y la señora Macomber, en el carro, le había disparado al búfalo con el Mannlicher 6.5 cuando parecía a punto de embestir a Macomber y había le dado a su esposo a unas dos pulgadas arriba y un poco al costado de la base del cráneo.

Francis Macomber yacía ahora, boca abajo, a menos de dos yardas de donde el búfalo yacía sobre su costado y su esposa se arrodilló sobre él con Wilson a su lado.

- Yo no le daría vuelta, dijo Wilson.

La mujer lloraba histéricamente.

- Yo regresaría al carro, dijo Wilson. ¿Dónde está el rifle?

Ella sacudió la cabeza, su rostro estaba distorsionado. El porteador levantó el rifle.

- Déjalo como está, dijo Wilson. Luego: Ve por Abdulla para que pueda atestiguar la forma del accidente.

Se arrodilló, sacó un pañuelo de su bolsillo y lo extendió sobre donde yacía la cabeza de pelo corto de Francis Macomber. La sangre empapaba la tierra seca y suelta.

Wilson se enderezó y vio el búfalo sobre su costado, las patas estiradas, su vientre casi pelado hirviendo de garrapatas. Un toro condenadamente bueno, registró su cerebro automáticamente. Sus buenas cincuenta pulgadas, o más. Más. Le hizo una señal al conductor y le dijo que extendiera una frazada sobre el cuerpo y se quedara junto a él. Luego caminó hasta el carro donde la mujer estaba sentada llorando en una esquina.

- Fue lo mejor que pudo hacer, dijo con voz neutra. Sin duda la habría dejado.

- Basta, dijo ella.

- Desde luego es un accidente. Lo sé.

- Basta.

- No se preocupe. Habrá algunos inconvenientes pero haré tomar algunas fotografías que serán muy útiles en la investigación. Está el testimonio del porteador y también el del conductor. Usted está perfectamente a salvo.

- Basta.

- Hay un infierno de cosas por hacer. Y tendré que enviar un camión al lago para llamar por radio a un avión que nos lleve a los tres a Nairobi. ¿Por qué mejor no lo envenenó? Es lo que hacen en Inglaterra.

- Basta. Basta. Basta, lloró la mujer.

Wilson la miró con sus inexpresivos ojos azules.

- Ya me desahogué, dijo. Estaba un poco enojado. Me empezaba a caer bien su marido.

- Oh, por favor, basta dijo ella. Por favor, por favor, basta.

- Así está mejor, dijo Wilson. Por favor es mucho mejor. Ahora la dejaré en paz.

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