jueves, 10 de diciembre de 2009

AVENTURAS DEL SOLDADO DESCONOCIDO CUBANO - PABLO DE LA TORRIENTE BRAU

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Pablo de la Torriente Brau (San Juan de Puerto Rico, 12 de diciembre de 1901 - Majadahonda (Madrid), 19 de diciembre de 1936). Escritor cubano.
Luchó contra Machado y el imperialismo estadounidense en Cuba, tras lo que tuvo que exiliarse. En España fue corresponsal del periódico comunista mexicano El Machete. Luchó por la Segunda República Española contra el ejército del dictador Francisco Franco durante la Guerra civil española, en la que encontró la muerte. Tras su muerte, fue publicado su libro Aventuras de un soldado desconocido cubano (1940). También Miguel Hernández lo homenajearía en su Elegía Segunda.

HISTORIA DEL SOLDADO DESCONOCIDO CUBANO – Pablo de la Torriente Brau

I

Cuando conocí al Soldado Desconocido, ya este tenía la experiencia que sólo dan los años y había perdido un poco de resabios y de pretensiones. Por ello, y por un complejo de circunstancias que nos atrajeron con mutua simpatía, fue conmigo enteramente franco y cordial y me narró interesantísimos episodios de su vida. En realidad, desde aquel momento yo llegué a la conclusión de que el Soldado Desconocido debía ser más conocido. Y, por eso, me he dispuesto a dar a conocer, con la exactitud que demanda la historia, la biografía de un ente, extraordinario a la fuerza, verdadero infarto mitológico en medio de la claridad de nuestro tiempo.

El motivo inicial de estos relatos, debe ser, desde luego, cómo conocí al Soldado Desconocido, entre otras razones, por lo interesante que la cuestión fue, así para mí como para él.

Sucedió ello el cuatro de julio de 1935, en la ciudad de Nueva York. Tal día, es el de la fiesta nacional norteamericana. Aprovechando la circunstancia de que vacaban las oficinas y factorías, los revolucionarios cubanos habíamos convocado a un mitin en el Club Cubano Julio Antonio Mella, en la Quinta Avenida y la 116, con el propósito de recabar el apoyo moral y material del movimiento popular norteamericano para la lucha contra los nuevos tiranuelos de nuestro país.

El mitin fue magnífico. Se llenaron los salones y se prodigaron generosamente los aplausos a todos los oradores. Particularmente, yo obtuve un éxito extraordinario. Ocurrió que, por ser el último orador, cuando me llegó el turno para hablar casi no me quedaba nada interesante que decir sobre la situación cubana y, entonces, exprimiéndome la imaginación, ocurrióseme ligar los acontecimientos mundiales del día, la experiencia de la historia y ciertos conceptos filosóficos deliberadamente vagos, con los aspectos de la lucha contra el imperialismo en Cuba y, como les suele ocurrir a los que no son oradores, que improvisando quedan mejor, coronó mi trabajo el más rotundo triunfo.

Como procede, al objeto de esta explicación, debo referirme a la parte del discurso en que hice mención a la pasada guerra mundial y a la posibilidad de que se repitiese el «espectáculo». Recuerdo que estuve feliz al referirme a las patrañas de que se habían valido las potencias para justificar y glorificar la horrenda carnicería.

Entre estas patrañas hice referencia concreta a la deificación del Soldado Desconocido y tuve un acierto singular cuando señalé cómo ninguna de las innumerables estatuas que se han levantado a este mártir anónimo de la matanza, tenía ni la figura ni las facciones de un negro. La idea produjo impresión en la asamblea, que la acogió como una revelación.

De todas maneras, lo interesante de toda esta afortunada especulación oratoria es que motivó la entrevista que voy a referir inmediatamente.

Cuando terminó el mitin, yo, como presidente, o chairman, como se dice acá, hice una petición de dinero para luchar contra la guerra y contra el imperialismo en Cuba.

Comencé, prudentemente, solicitando un simpatizante que tuviera cinco pesos para dar. (Ustedes saben. Se acostumbra hacer un ingenuo truco que consiste en dar de antemano esta cantidad para que alguien se decida a romper el hielo y los demás no tarden en emularlo.) Y sucedió lo inverosímil. Se adelantó, inmediatamente, a dar los cincos pesos convenidos nuestro compañero encargado del truco y, entre aplausos, otro oyente se levantó para ofrecer diez pesos para la lucha contra la guerra.

En la mesa nos miramos unos a otros para averiguar quién era el autor de semejante reforma genial a nuestra estrategia. El resultado fue tan estupendo que rompimos todos los records de recaudación aquella noche. La afluencia de donantes fue tal que apenas si tuvimos tiempo de fijarnos en el hombre que había dado «diez pesos para la lucha contra la guerra».

Pero, a la salida, el hombre me estaba esperando. Era un mulato alto, bastante bien vestido, aunque se notaba que la ropa era un poco anticuada. Era más bien delgado, pero fuerte, de rostro simpático y charla fluente en la que pronto noté algo raro, algo que me traía recuerdos de la infancia y de la adolescencia.

El hombre, saliendo del Club, se me presentó y enseguida todo quedó aclarado entre nosotros.

—Me llamo Hiliodomiro del Sol, y soy de Cuba, de Santiago de Cuba...

—¡Cómo! —le interrumpí—. ¿Usted es Hiliodomiro del Sol?...

—Yo mismo... ¡Qué! ¿Usted me conoció, acaso?... Me extraña, porque usted es muy joven... Sin embargo... (Y el hombre se quedó pensando un rato.) Venga acá —me dijo—. ¿Por casualidad usted es hijo de don Félix de la Torriente, aquel maestro que tenía un colegio en Santiago, allá por el año 14?

—Claro que sí, que soy hijo de don Félix —le dije— y, aunque yo era un muchacho, me acuerdo perfectamente de usted.

Entramos en una cafetería de Lenox y tomamos algo en una bandeja para propiciar la conversación evocadora.

—Caramba —comencé— yo me acuerdo de usted, porque usted era un hombre famoso para los muchachos allá en Santiago. Nosotros le decíamos el Habanero, porque decíase que una vez había ido a La Habana y traído dichos de allá. Usted siempre estaba de guaracha y de rumba. Y tenía bronca por los cafés con aquel Aparicio que era tan grande. O andaba de serenata con Sindo Garay, el guitarrista. Era un hombre alegre y guapo, por eso los muchachos lo conocíamos.

Usted, cuando llegaba la fiesta de carnaval de Santa Ana, Santa Cristina y Santiago, arrollaba con la comparsa de los Hijos de Quirino y una vez me acuerdo que, frente al Club San Carlos, con un grupo de amigos, plantaron un catre en la calle y orinales nuevos y los llenaron de cerveza...

La gente se reía a carcajadas y ustedes estaban borrachos y nosotros los seguíamos en pandilla cuando tomaron por San Félix para abajo y se llevaron de la Plaza de Armas varios músicos tocando clarinetes y bebiendo cerveza en orinales, que parecía que bebían meao. Así llegamos hasta el barrio de Los Hoyos y allí se armó la gran parranda que hasta nosotros arrollamos...

Noté que mi evocación había llenado de complacencia a mi interlocutor. Desde luego, había halagado su vanidad y, sobre todo, le había refrescado recuerdos agradables de su turbulenta juventud.

Impresionado favorablemente hacia mí, fue que asumió aquella actitud tan rápida en lugar de emplear los rodeos que, sin duda, hubiera utilizado, para darme a conocer su verdadera personalidad. Por ello, cuando le pregunté, para infundirle nueva vida a la conversación, qué hacía en Nueva York y por qué había desaparecido de Santiago, me dijo, sin más rodeos:

—Yo sólo estoy en Nueva York de visita hoy. Yo soy el Soldado Desconocido de Arlington...

Mi estupefacción fue silenciosa y hondamente pensativa. Al pronto, saqué recuerdos de mis abigarradas lecturas y admití la posibilidad de una locura sifilítica, cosa bastante natural en quien había hecho una vida tan correntona.

Pero Hiliodomiro me atajó enseguida y con esa efectiva clarividencia que sólo los espiritistas han tenido el talento de reconocer en los muertos, me dijo:

—No, no se trata de ninguna locura. Recuerda y obsérvame. Yo soy otro hombre. Yo era más joven que lo que eres tú y sólo han pasado unos quince años desde entonces...

Consideré que lo mejor era dejarlo hablar.

—¿No te acuerdas de cuando vino la guerra?... Bueno, tú eras muy muchacho y yo era muy borracho para que le diéramos importancia a aquello... Pero seguro estoy de que tú tomarías parte en las «guerrillas» del Tivolí, Los Hoyos y la Plaza e’Marta y que alguna pedrada cogerías en ellas. Y yo, por mi parte discutí violentamente en el café, a favor de Francia, hasta «jumarme» y cantar La Marsellesa.

»Pero de La Chambelona sí te acordarás mejor, porque esa fue en Cuba y nos tocó directamente y el mismo Santiago fue tomado y perdido por los alzados, cuando nos retiramos para Songo, con Rigoberto y Loret de Mola. Bueno, los liberales no quedamos muy bien parados que digamos y cuando vino la cuestión de meter a Cuba en la guerra, por guataquería a los yanquis, nos metieron los monos en el cuerpo con aquello del Servicio Militar Obligatorio...

¿No te acuerdas de aquel desbande que se armó de todo el mundo a casarse para no tener que ir a la guerra?... A mí se me ocurrió lo mismo. Pero ¿con quién me iba a casar? Tenía cuatro o cinco muchachas donde escoger, pero si me decidía por una me iba a tener que pelear con las otras y pensando, pensando, se me ocurrió que lo mejor era huirme un tiempo de Santiago, «perderme», para salvarme de ir a la Guerra donde nada se me había perdido. Y, como era amigo de parrandas de tantos marinos, me fue fácil embarcar sin pasaporte ni nada y venir a dar a Nueva York.

»Aquí no quiero decirte. Ya tú conoces esto. Al principio escapé bien y por el sólo hecho de andar «jumao» y de no hablar inglés me libré dos o tres veces de ir a parar a un campo de entrenamiento. Ya estaba preparando mi viaje para la Argentina, cuando un día, al salir del subway me encontré con un cordón de policías que iban separando a los hombres de edad militar, sin preguntarles si eran americanos o no. Para mi desgracia, ese día no había probado ni jota y parece que, por ello, mis argumentos carecían de esa lucidez que da el buen alcohol.

»Nada me sirvió. Por último, de estúpido, quise utilizar los servicios del Cónsul y del Ministro, pero estos tipos se ensañaron conmigo y no sólo no me ayudaron a escapar sino que impidieron que yo fuera con las tropas americanas que fueron a la guerra, a jugar la pelota allá, en el valle de San Juan, cerca de Santiago.

»Fui a dar a un campo de entrenamiento en Texas. Monté en unos caballos que parecían mulos; rompí a bayonetazos qué sé yo cuántos muñecos de cuero y arena; me tiraron desde aeroplanos con paracaídas; hice túneles para poner minas; cargué alambres de púas para plantar trincheras de alambre y, por último, como era grande y fuerte, me pusieron a practicar el lanzamiento de granadas...

Te aseguro que nunca en mi vida he estado tan fuerte. Esa gente parecía que se había propuesto prepararme para quitarle el campeonato a Jack Johnson. Y, en efecto, como si la guerra fuera a ser a puñetazos, todas las tardes me metían en el ring con boxeadores profesionales encargados de darnos tremendas palizas. Una vez que no pude aguantar más golpes, me acordé de cómo nos fajamos en Santiago y le pegué una terrible patada por los cojones al instructor que por poco lo mato.

A poco más me salvo de ir a la guerra porque se me hizo Consejo de Guerra y se me iba a juzgar severamente por insubordinación e indisciplina; pero me defendí tan estúpidamente que el tribunal reconoció en mí, defectos naturales en un temperamento combativo y valeroso y acordó enviarme para Francia antes de terminar el entrenamiento...

»No te quiero contar... Por lo pronto, nos embarcaron para Nueva York. Allí nos pasearon por las calles atestadas de un público inmenso que había ido a comprobar que otros se iban por él y nos aplaudía a rabiar, en el fondo exteriorizando su alegría de quedarse, y por donde quiera nos tocaban el Tiperary y el Over there...

Ni sé cuántas viejas me abrazaron llorando, llamándome. ¡Hijo!... Y qué sé yo cuántas muchachas me besaron. Yo iba marchando nada más que vigilante a la oportunidad de salirme de filas y desaparecer, pero el entusiasmo de la multitud por quedarse y vernos partir era tal, que había hecho una verdadera muralla a lo largo de todo Broadway hasta los muelles y nadie en el mundo hubiera podido barrenar aquella pared humana.

Al cabo, convencido ya de que, por lo menos hasta el barco, no tenía ninguna oportunidad, y, como además, los admiradores me habían ido ofreciendo tragos de whiskey por el camino, determiné poner a mal tiempo buena cara y comencé a marchar con una marcialidad digna de un prusiano de los que despanzurré en Francia más tarde.

Y, como entonces apenas había españoles en Nueva York, pues aproveché para gritar todos los ¡Me cago en Dios! ¡Viva Cuba! ¡Muera Francia! y ¡Viva el Kaiser! que me dieron la gana de gritar, y los gritos se confundían con los overtheres y el entusiasmo de la juventud...

Muchas muchachas al reconocerme extranjero me imaginaban un caballero moderno que iba a sacrificar mi juventud y mi vida por la libertad y me besuqueaban y se restregaban conmigo emocionadas hasta el espasmo... Yo respondía a estas efusiones con gritos de ¡Muera Washington, coño!... y ellas entendiendo lo de Washington aplaudían frenéticamente...

»La multitud aleccionada por los periódicos gritaba: «¡A pagarle la deuda a Lafayette!... ¡Viva Francia!...» Yo, indignado, me preguntaba cómo esta gente había esperado siglo y medio hasta que yo estuviera en edad militar, para ir a pagarle la deuda a Lafayette...

Con el sentido comercial que tiene este pueblo —pensaba yo— los intereses que tendrán que pagar ahora serán enormes...

Pero, sobre todo, lo que me indignaba era que tuviera que ir yo también a pagarle la deuda a Lafayette... Porque ¿qué le debía Cuba a Francia? Como no fueran los saqueos de los corsarios franceses capitaneados por Jacques de Sores, ninguna otra cosa le debía.

»Pero, de pronto, otros gritos brotaron bajo los auspicios del interminable It is so long to Tiperary...«¡A pelear por la libertad de los pueblos pequeños!...»

»No pude más. Me indigné hasta el colmo y comencé a vociferar:

—¡Partía de cabrones!... ¡Qué pueblos pequeños ni qué carajo! ¡Acaso no son pequeños Cuba, Puerto Rico, Haití, Filipinas, Hawai, Panamá, Nicaragua, y los tienen ustedes jodidos hasta no poder más!...

Lleno de rabia tiré el fusil en tierra y una avalancha de pueblo se me tiró encima y me cargó en hombros vitoreándome hasta desgañitarse...

Habían oído los nombres de tantos pueblos oprimidos y comprendieron instintivamente que yo había pedido la libertad de esos pueblos... Por eso, vociferaban a más y mejor y me proclamaban a priori paladín ayudándome a irme para Francia a pelear allí por la libertad de lo que podían dar en Washington tranquilamente...

»Debo reconocer que yo fui el héroe del embarque. Mi nombre corrió a todo lo largo del regimiento y me llamó el Coronel para felicitarme por mi ardor patriótico, reconociendo delante del Estado Mayor la tradición bélica del pueblo cubano y el heroísmo de Roosevelt en la batalla de San Juan y el Caney, donde unos cuantos españoles bien bragados pusieron en ridículo a los yanquis que tuvieron que apelar, por último, a la astucia y la audacia de los mambises de Calixto García.

»Y así comenzó mi carrera de héroe de la guerra. En el barco ya, acorralados como reses, entre pitazos, La Marsellesa, los alaridos de la multitud, el Stardt Spangler Banner y el God Save the King, partimos de los muelles. Así pasamos ante la Estatua de la Libertad, más rígida que nunca, aunque agitada por todos los lados con banderitas francesas, inglesas y americanas, que nos despedían para la matanza.

»Frente a la Estatua de la Libertad, y ya seguro de que nadie me entendía, comencé de nuevo mis insultos, gritando:
—Adios, ¡hija de la gran puta...! ¡Ojalá te destroce un avión, so cabrona!...

»Un soldado me tocó en el hombro y, mirándome con gran seriedad, me dijo en un perfecto español de México:

—Choque esos cinco hermano que, por culpa de esa gran chingada de la libertad, es que nos llevan a que nos pinchen por todos los lados... Nosotros también vamos a pagarle la deuda a Lafayette... cuando todavía debíamos cobrarnos más lo de Maximiliano!...

»Del viaje tampoco quiero contarte nada. Íbamos, como ya te dije, acorralados, como rebaños, y, apenas salimos de Sandy Hook y comenzaron los primeros golpes de mar, toda aquella gente que no había visto nunca el agua ni para tomarla, muchos, comenzaron a marearse y vomitar y el asco fue tal que los que no nos mareábamos por el mar teníamos que arrojar por la porquería de todo aquello. No había un lugar limpio en donde sentarse y, para dormir, hubo que echar cubos de agua por dondequiera con el resultado de que la porquería se quedó, pero más abundante, aparte de la humedad.

»Sin embargo, las noches eran peor que los días, porque apenas alguien soltaba la primera leyenda sobre los submarinos ya a todos se nos subían los huevos al pescuezo, a pesar de que íbamos rodeados por aquellos buques mosquitos que tan bien protegían los transportes contra los torpedamientos.

»A lo mejor, de pronto, sonaban las cornetas y las sirenas y había que precipitarse a los botes, con un frío del carajo, porque al Coronel se le había ocurrido un simulacro de naufragio... ¡Me cago en su madre!... Y luego resultaba un problema encontrar el equipo de uno... Y si no se encontraba, corte militar segura...

»Por eso, cuando, por fin, arribamos a Francia, aunque sabíamos que allí íbamos a dejar el pellejo y el alma, vimos los cielos abiertos. Quien más quien menos, después de tanto tiempo de abstinencia forzada, recordó con delicia las delicias de las habilidades de las francesas... ¿No te acuerdas de Barracones y Marina?...

Allí cogí una gonorrea de «garabatillo» que todavía, con los años que llevo en Arlington, me corre por los huevos como si con ella no fuera lo de la muerte... Te aseguro que este problema de mi gonorrea francesa es lo más que me ha hecho pensar en eso de la inmortalidad de la Francia y en que, efectivamente, yo también le debía algo a Lafayette.

»Llegados a Francia, la imaginación se nos abrió a todas las especulaciones. Miles de viuditas rubias, finas y cariñosas, nos vieron desfilar con nuestra pestilente marcialidad por las calles de Brest. El recibimiento, teniendo en cuenta las proporciones, fue parecido a la despedida de Nueva York. Sólo que allá nos recibían como los héroes que venían a matar más boches; a evitarles la violación y a sustituirles los esposos...

»Yo, para contribuir a pagar la deuda de Lafayette, in mente me propuse un festín de francesitas, acordándome de aquella casa que había tenido con Margot, Lilly, Renée y tantas otras que tan buenas ganancias me dejaron.

Yo, al transcribir, con toda la fidelidad que reclama la historia, estas declaraciones que no dejan de parecerme un tanto cínicas, del Soldado Desconocido, comprendo que me escapo de recibir el día menos pensado la cruz de la Legión de Honor. Pero el historiador todo lo debe arrostrar por el esclarecimiento de la verdad.

»Para nuestra desgracia, la cosa estaba en extremo difícil por Los Argones, por Chateau Tierry, por Iprès, y por qué sé yo cuántos lugares, de manera que apenas cruzamos la ciudad nos acorralaron de nuevo en un tren interminable y nos pusieron camino de Chalons. Por los pueblecitos salían viudas y más viudas a saludarnos. Estaban frescas como lechugas, pero nosotros no parábamos en ningún lado. Por fin, llegamos a Chalons y allí nos revistó el mariscal Joffre, gordo, amplio, bigotudo, con más cara de médico de pueblo que de general. Pero lo cierto fue que echó un discurso corto y al final gritó: ¡Vive La France! ¡Vive les États Unis! ¡Vive Lafayette! ¡Vive Washington! y todo el mundo levantó los rifles y comenzó a gritar, rebuznar y relinchar a más y mejor.

Yo, indignado, por el olvido en que se tenía a Cuba, representada por mí, comencé a cantar a todo pecho La Chambelona:

Aé... Aé....Aé la Chambelona
Aspiazo me dio botella
y yo voté por Varona.

»Como mi voz era terriblemente alta, al cabo se hizo notar más de la cuenta y tuve el honor de que el mariscal Joffre se me acercara para preguntarme qué canto era el mío.

»El regimiento hizo un silencio mortal. Era para impresionar a cualquiera. Pero yo salí con facilidad del apuro, explicándole que La Chambelona era el grito de guerra de los más feroces indios siboneyes, cuyo desayuno consitía en un daiquirí de corazón de español y pólvora de arcabuz.

El mariscal Joffre, emocionado por el símbolo sangriento del himno de mi país, recordando que ciertos pueblos salvajes se frotan la nariz en señal de amistad, delante de todo el Ejército primero me besó ambas mejillas a la francesa y luego se frotó ampliamente conmigo la nariz, pensando que este era el saludo que correspondía a las feroces tribus cubanas de La Chambelona. El Ejército rugió de entusiasmo ante el gesto democrático del Mariscal de Francia y todavía yo recuerdo las ganas que me entraron de morderle el bigote apestoso de vino que me restregó por la cara...

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